Acostumbraba a tomarse el cortado a sorbos, a pesar de que siempre lo pedía con leche fría. Decía que la leche ardiendo cambiaba el sabor del café de un modo inadmisible.
Además solía ver los partidos de la selección aposentado en el sofá orejero de su piso de la plaza de las cortes leonesas, ya que según palabras propias, el bullicio con el que se arremetía contra las personas en las zonas comunes, era del todo inadmisible.
También consideraba inadmisible el sonido de los móviles en el aire, decía que contaminaban el silencio; así como el arte callejero, arte que siempre había considerado de mal gusto y estrafalario. Inadmisible era, bajo su funesta opinión, saborear un helado en la plaza mayor ante la vista de todo el mundo, o acariciar a tu pareja en el banco de un jardín público. Inadmisible caminar descalzo, soñar despierto, vivir lento. Inadmisible el sonido que las palomitas producen en la boca de los cinevidentes una tarde de domingo, y también, las llamadas a deshoras para decir un "te quiero" o un "te echo de menos".
Todo ello era sencillamente inadmisible.
Y así fue como rezaba el epitafio previamente preparado por él mismo poco antes de morir, ya que, según su propios pensamientos, era del todo inadmisible iniciar cualquier viaje al campo santo sin dejar previamente preparado uno que te honre:
"Me marcho como he venido. Me voy como como he vivido. Solo, sin más compañía que yo mismo"
Habría sido inadmisible de cualquier otro modo.
Concha González, del blog Relatando.
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