miércoles, 11 de septiembre de 2013

13 por Javier Vayá Albert.


Se dijo a sí mismo que no había razón para ponerse nervioso. Trató en vano de ignorar el escalofrío que le recorrió la espalda como un relámpago de hielo en cuanto el botones del hotel pulsó el número 13 en el panel del ascensor. No es que fuese supersticioso, jamás lo había sido, más bien la vida, los hechos, le habían enseñado a huir de aquel número maldito como de la peste. Y ahora estaba allí, la cita era ese martes, 13 de Enero a las 13:00 horas en la planta 13 del Hotel. Una broma macabra de la que no habría participado de no verse obligado. Estaba seguro de que se trataba de una prueba absurda de su psiquiatra antes de darle el alta definitiva que pudiese reincorporarlo a la sociedad. Mientras el ascensor subía lentamente no pudo evitar rememorar lo que le había llevado a esta situación y como el número 13 había estado siempre presente en todas sus desgracias.
Tenía 13 años cuando sus padres murieron en un terrible accidente de tráfico y sus tíos tuvieron que ocuparse de él. Trece eran los miembros de la pandilla del colegio que le hicieron la vida imposible durante varios años. Trece los trabajos horribles entre los que había tenido que ganarse el pan a lo largo de su vida, trece las editoriales que habían rechazado publicar su libro, 13 el número del portal de la casa que compró y desapareció engullida entre las llamas de un terrible y extraño incendio, 13, contándole a él, los pocos supervivientes del accidente de autobús que le destrozó la pierna y trece las veces que pasó por quirófano sin que pudiesen curarle la cojera.
Los números rojos le indicaron que todavía se encontraban en la séptima planta, su angustia iba creciendo en proporción al número de pisos que iban dejando atrás, sentía un frío intenso pese a que no dejaba de sudar mientras observaba la indolente nuca del botones tan estúpidamente ajeno a lo que estaba a punto de provocar. Se aflojó el nudo de la corbata que le presionaba como una soga en el patíbulo. Si se tratara tan solo de eso, una vida más o menos igual de adversa que la de la mayoría marcada por alguna coincidencia macabra con el dichoso número, nada por lo que dejarse llevar por supercherías y maldiciones de feria. Eso pensaba, a pesar de todo, hasta aquella noche trágica de hacía ahora exactamente trece años.
Creyó haber vencido a sus miedos y a su mala suerte cuando se casó con una mujer a la que amaba y vivieron unos pocos años felices en la casa del lago que ella tenía en mitad de un encantador y apartado valle. Durante ese tiempo creyó que podría ser feliz, al menos tan feliz como una persona normal. Pero un día trece al anochecer escuchó unos ruidos extraños en el piso de abajo donde su mujer preparaba la cena mientras él escribía. Pronto aquellos ruidos como de golpes se tornaron gruñidos y alaridos sobrehumanos, presa del pánico agarró su escopeta y bajó las escaleras, tropezó cuando la luz se apagó y, entre las tinieblas pudo distinguir como su mujer estaba siendo atacada por una sombra enorme cuyas fauces brillaban en la oscuridad. Al notar su presencia aquella cosa se lanzó contra él.
Trece veces fue capaz en plena lucha desesperada de disparar la escopeta hasta que el animal dejó de atacarle y huyó tambaleándose, trece horas duró con vida su mujer una vez en el hospital en el que él tuvo que estar trece meses convaleciente de las trece heridas que en la pelea le propinó aquella bestia. Trece veces le negó la policía que hubiese rastro de animal alguno en la casa o los alrededores, trece también fueron las veces que le animaron a confesar que había intentado matar a su mujer con el machete que ella llevaba en la mano y que seguramente le había arrebatado para defenderse, trece fueron los años a los que le condenaron a pasar recluido en una institución para enfermos mentales peligrosos.
“Recluido” pensó con sorna cuando el ascensor alcanzaba la décima planta. El desasosiego que se había ido apoderando de él era ahora asfixiante, sintió que sus músculos se tensaban como si estuviesen a punto de estallar, la mirada comenzó a nublársele mientras la ropa parecía oprimirle tanto que tuvo que arrancársela a estirones. Justo cuando un timbre anunció que habían llegado al piso 13 la luz de todo el edificio se apagó.
Trece colmillos blancos brillando en la oscuridad fue lo que el botones juró a la policía haber visto justo antes de desmayarse, trece dentelladas mortales, según el forense, recibieron el psiquiatra y los otros doce miembros del tribunal médico que se encontraban en la terraza del ático del hotel. Trece testigos afirmaron que habían visto a un enorme lobo por aquellas inmediaciones.


Javier Vayá Albert, del blog Actos invisibles.

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