Tenía siete años cuando una monja me partió un plato duralex en la cabeza. El delito: decir que no pensaba comerme aquellas patatas, que estaban malas. Y algo de verdad había en mis palabras, no sé si expresada del todo bien. El asunto era que en la cocina tenían que pelar patatas para ciento cincuenta, por lo que empezaban a primera hora. Las patatas peladas iban a un gran cubo, donde el oxígeno las oscurecía dándoles un aspecto horrible. Los añicos de cristal cayeron en mis patatas, mezclados con algo de sangre. No me comí las patatas, no al menos esa vez. Aquella pobre mujer estaba enferma, de hecho acabó en el psiquiátrico. En cuanto pude analizar el hecho, diseccionarlo, el poco odio que pudiera albergar hacia ella se esfumó. Años después me pidió perdón. Me dejó una cicatriz, ahí arriba. La primera de las muchas que me han ido dejando de recuerdo las mujeres. Pero esa ya es otra historia...
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