Mi hermano aparecía por casa muy de tanto en tanto. Casi siempre de noche. Siempre sin avisar. Mi madre se levantaba corriendo del sofá y le daba un montón de besos seguidos en la mejilla, lloraba un poco en su hombro y le hacía tres o cuatro huevos fritos con chorizo. A mi padre las visitas de mi hermano no le gustaban tanto. Al cabo de unos minutos los dos estaban insultándose y no era raro que algún plato acabara volando por los aires. En cuanto terminaba de cenar, mi hermano le pedía a mi madre algo de ropa limpia y se daba una ducha. Yo me metía con él en el cuarto de baño y le pedía que me hablara de sus viajes. Dónde había estado esta vez, qué cosas había visto. Casi siempre se trataba del Sudeste asiático. Aquellas dos palabras llegaron a significar para mí una especie de reino de fantasía. El lugar al que deseaba que mi hermano me llevara en cuanto me hiciera un poco mayor. Desde detrás de la cortinilla él me hablaba de colinas verdes que se adentraban en un océano lleno de tiburones inofensivos y peces voladores. Me hablaba de ríos tan anchos como países enteros y de dormir en hamacas de cuerda bajo un cielo iluminado por estrellas que no se veían desde ninguna otra parte del mundo. Cuando terminaba de ducharse y sacaba el brazo flaquísimo en busca de la toalla, yo estaba atento para fijarme en si las heridas seguían allí. Todos esos moretones que le recorrían las venas, muy azules. Siempre tenía la esperanza de que esta vez ya no estuvieran, porque algo me decía que eran el lado malo de sus viajes al Sudeste asiático. Pero él me respondía que no me preocupara, que no eran más que las marcas que dejaban las sanguijuelas del Río Amarillo, que ya me lo había explicado muchas veces y que no se lo preguntara más. A veces se quedaba a dormir, pero normalmente se iba nada más ducharse. Después de abrazarnos a mí y a mi madre y de dedicarle un frío adiós a mi padre, siempre sacaba algún regalo para mí de su mochila sucia. Al día siguiente cuando bajaba a la calle a jugar con los demás críos se lo enseñaba y les contaba que mi hermano me lo había traído de Camboya, Laos o Vietnam. El capullo del hijo del taxista, que ya tenía doce años, siempre decía que eso no era verdad, y que el regalo en cuestión tenía toda la pinta de ser del Todo a 100 de la esquina. Decía muchas más cosas, en realidad. Cosas como que mi hermano llevaba dos años viviendo en una chabola de cartón y uralita en eso que llamaban el hipermercado de la droga, que se pagaba el caballo chupándosela a los viejos en los baños de la estación de autobuses y que no tardaría en llegar el día en que lo encontraran muerto en algún descampado. Se lo decía a todo el mundo, riéndose, burlándose de la peonza, el balón o lo que fuera que mi hermano me hubiera traído. Pero yo nunca le creí, y hacía oídos sordos a sus gilipolleces. Sabía que lo suyo no era más que envidia porque su hermano mayor no viajaba por todo el mundo como el mío, sino que era el pobre pringao que le ponía la gasolina a mi padre cuando algún domingo de verano íbamos a la playa. Pero dos días después del entierro, cuando no tuve más remedio que asumir que el hijo del taxista tenía razón, le pillé desprevenido mientras se hacía el duro fumándose un cigarro en un banco del parque. Casi lo maté con aquella piedra. Justo en la nuca. Nunca pudo volver a pronunciar las erres como antes. Y aún hoy arrastra el pie izquierdo al caminar. Y, joder, no me arrepiento. Por cabrón.
Iván Rojo
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