lunes, 10 de septiembre de 2012

NO HAY TIEMPO PARA LIBROS según Ana Vega.


TESTIGO y TESTIMONIO.
 La poesía y el desgarro personal de David González.


Pocas o ninguna son las veces en las que me tiembla el pulso al escribir, o describir aquello que he encontrado en un libro. Esta es, sin duda alguna, una de ellas. Confieso, sin pudor, en este caso, que el libro del que ahora hablo es un libro esperado y deseado como lectora, y una lectura que no me ha defraudado en absoluto, un libro a la altura de mis expectativas (superadas éstas en una cantidad considerable de poemas). Se manifiesta un cierto dilema moral al plantear el esquema de reseña de un libro, autor, cuya obra conoces bien y cuyo gusto personal no debe empañar un criterio justo pero no aséptico, nuestra voz se define por un gusto personal que hemos de poder argumentar con total lógica y lucidez, también pasión.

Ainhoa Sáenz de Zaitegui elabora un prólogo a modo de tratado, pero de un modo eficaz, firme y contundente. Establece ciertas premisas básicas que el lector ha de tener en cuenta, David González cuenta cosas ("su naturaleza narrativa los desplaza genológicamente desde la lírica hacia la épica situándolos en un punto intermedio. El mecanismo es limpio y eficaz: primero se exponen los hechos, después se implica su significado."), dice lo que pasa, llama a las cosas por su nombre, no es original puesto que muchos otros le preceden y así lo afirma él mismo pero no puede evitar una forma de narrar única y resistente al paso del tiempo, un poeta que abre la puerta ("Semióticamente, los dos puntos de David González manifiestan una postura del autor ante su obra, del hombre ante el mundo: lo que debería compartimentar, vincula. Al encontrarse con los dos puntos, los ojos se van instintivamente a la palabra siguiente, al próximo verso. La lectura se convierte en compulsiva, casi obsesiva") y cambia, es permeable a todo cuanto sucede en sí mismo y alrededor ("Autoconsciente. Ésa es la descripción: David es un poeta autoconsciente"). No hay ficción en estas páginas sólo verdad, con todo lo que eso implica.

El libro comienza con una cita de Hubert Selby que bien define el pálpito inicial de esta obra y de esta poética, también vida, pues ambas se unen en un todo compacto y fuerte que resiste el golpe y de éste mismo toma la fuerza suficiente para devolverlo con más ímpetu pero sin sangre, sólo el verso narra, la mano se convierte en puño cerrado al viento: "Tendrán que matarme para cerrarme la boca". Pese a todo lo que eso implica, también. Poética que se define así: "Escribo a mano:/igual que si cavase/mi propia tumba". He aquí la consciencia pura y ese duelo cotidiano frente a ella.

No hay perdedores o ganadores tras estos versos, tan sólo vida, esa caída en el tiempo de la que nos habló Cioran, esa caída libre de la que Margaret Atwoodnos advierte: "la caída libre/es caer, pero al menos es libre". Precipitarse al vacío del presente pero también de la conciencia. Reconocer la impotencia que supone levantarse cada día y aprender a encajar golpes aún sin ver de dónde vienen: "No/arrojes/nunca/la toalla:/no la arrojes nunca:/luego/tendrás/que agacharte/a recogerla." Y sin embargo, saber atrapar esa belleza que incluso el horror esconde, bajo el cielo de Hiroshima "sobre la piel/de los cuerpos/de algunas mujeres: las formas/de las flores/estampadas en sus quimonos:". Verdades que todos conocemos pero que tan sólo utilizamos para la construcción de tópicos inútiles mientras nuestra sonrisa disimula la posible certeza: "si los ricos también lloran:/los pobres/lloramos más:". Algo aún evidente y sin embargo pensamiento subterráneo, no reconocido: "la fe no mueve montañas:/el oro sí:".

Este es el testimonio de un hombre, testigo también, con el peso que ambas palabras soportan: testimonio y testigo. Peso que quizá tan sólo puedas comprender una vez concluida esta lectura, lectura que posee algo de voz de chamán, esa canción hipnótica o imagen de la que surge el rechazo de nuestros sentidos y que hiere y nos empuja a cierta introspección, y a apartar la vista mientras ésta permanece fija; esos momentos en los que el mismo horror te impide reaccionar, la verdad o cierta conciencia te exige seguir mirando mientras la náusea te invade por dentro. La voz de un hombre que reconoce que aún puede mirarse a la cara, los ojos, el espejo "sin que éste/se empañe".


Ana Vega, en La Nueva España.

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