Se acerca muy despacio.
(Cómo una idea que brota o una saudade o un simple truco de prestidigitación de última hora, justo antes de acostarte, en la que se mezclan la madre obsesiva de más de cuarenta años que seguramente había sido sometida a un tratamiento de fertilidad y ahora, en medio del vaivén de sudor y gente que el metro encierra en sus entrañas, intenta echar unas gotas de colirio y el niño llora, apenas debe tener unos días, desconsolado pagando la depresión postparto en la que la pérdida de control sobre la vida que antes conocía esta madre, y todas las madres, ahora adquiere una dimensión enorme, casi aplastante, que hace plantearse el porqué, el hasta cuándo, y todas esas preguntas absurdas, referentes a los trabajos que tuvimos, que perdimos, los besos dados, los robados, lo que regalamos a la muerte sin saber que lo hacíamos y que ya no sería recuperable nunca más, igual que lo fue esa sensación de envenenarte con nicotina y con otras sustancias por primera vez, la ebriedad, la necesidad de excavar con las manos desnudas cuando la tierra negra era tu casa y el tiempo no dependía de los relojes y los devotos del Opus Dei se fustigaban con látigos en el despacho a la espera de que Dios mandase a la cocinera, que hacía las veces de sirvienta, para que les reventase con una aguja los pequeños coágulos, la ebriedad del traqueteo del vagón y el pulmón derecho del recién nacido trabajando al cien por cien y las preguntas en los rostros de la gente que agarra su cuerpo a una conductora de hepatitis metálica y alargada, sostenidos, casi suspendidos en los cientos de alientos que esquivan las preguntas para no llevarse el infierno a casa y poder disfrutar de un instante de paz aunque las gargantas de los otros habitantes clamen atención desde la habitación del fondo del pasillo, no con una pregunta si no con una respuesta, pero tú, sigues observando el carro y la madre obsesiva mientras limpia continuamente los ojos del niño y como metralla vienen las frases de las ochenta páginas en las que hablaste de todo esto y que deberías haber quemado junto a un importante número de fetiches intangibles, para arder en parte con ellos y alcanzar el cenit de ser un ave con alas que se deshacen con el roce del viento y así poder competir en serio con los escritores que ya no escriben porque pasaron a vestir el traje de la inmortalidad que es el único que pueden vestir los que no pueden defenderse de los halagos ni disfrutar de los ataques, como si fueran niños demasiado blandos con una madre obsesiva en plena depresión, casi naufragando de pie, entre otros muchos, mientras la megafonía del metro anuncia que tu parada es la siguiente y te debes levantar y evitar la tentación de girarte de manera brusca y gritar que si nadie de una puta vez va a ser capaz de abrirte en canal y comprobar si estás REALMENTE vivo?)
Está justo a mi lado.
Miau.
Juan Carlos Vicente, del blog Matahoras.
(Cómo una idea que brota o una saudade o un simple truco de prestidigitación de última hora, justo antes de acostarte, en la que se mezclan la madre obsesiva de más de cuarenta años que seguramente había sido sometida a un tratamiento de fertilidad y ahora, en medio del vaivén de sudor y gente que el metro encierra en sus entrañas, intenta echar unas gotas de colirio y el niño llora, apenas debe tener unos días, desconsolado pagando la depresión postparto en la que la pérdida de control sobre la vida que antes conocía esta madre, y todas las madres, ahora adquiere una dimensión enorme, casi aplastante, que hace plantearse el porqué, el hasta cuándo, y todas esas preguntas absurdas, referentes a los trabajos que tuvimos, que perdimos, los besos dados, los robados, lo que regalamos a la muerte sin saber que lo hacíamos y que ya no sería recuperable nunca más, igual que lo fue esa sensación de envenenarte con nicotina y con otras sustancias por primera vez, la ebriedad, la necesidad de excavar con las manos desnudas cuando la tierra negra era tu casa y el tiempo no dependía de los relojes y los devotos del Opus Dei se fustigaban con látigos en el despacho a la espera de que Dios mandase a la cocinera, que hacía las veces de sirvienta, para que les reventase con una aguja los pequeños coágulos, la ebriedad del traqueteo del vagón y el pulmón derecho del recién nacido trabajando al cien por cien y las preguntas en los rostros de la gente que agarra su cuerpo a una conductora de hepatitis metálica y alargada, sostenidos, casi suspendidos en los cientos de alientos que esquivan las preguntas para no llevarse el infierno a casa y poder disfrutar de un instante de paz aunque las gargantas de los otros habitantes clamen atención desde la habitación del fondo del pasillo, no con una pregunta si no con una respuesta, pero tú, sigues observando el carro y la madre obsesiva mientras limpia continuamente los ojos del niño y como metralla vienen las frases de las ochenta páginas en las que hablaste de todo esto y que deberías haber quemado junto a un importante número de fetiches intangibles, para arder en parte con ellos y alcanzar el cenit de ser un ave con alas que se deshacen con el roce del viento y así poder competir en serio con los escritores que ya no escriben porque pasaron a vestir el traje de la inmortalidad que es el único que pueden vestir los que no pueden defenderse de los halagos ni disfrutar de los ataques, como si fueran niños demasiado blandos con una madre obsesiva en plena depresión, casi naufragando de pie, entre otros muchos, mientras la megafonía del metro anuncia que tu parada es la siguiente y te debes levantar y evitar la tentación de girarte de manera brusca y gritar que si nadie de una puta vez va a ser capaz de abrirte en canal y comprobar si estás REALMENTE vivo?)
Está justo a mi lado.
Miau.
Juan Carlos Vicente, del blog Matahoras.
No hay comentarios:
Publicar un comentario