lunes, 4 de abril de 2011

BITCHES BREW, por Gonzalo Aróstegui



Cuando salimos del estudio después de Bitches Brew, yo dije: "Esto no me gusta nada, Miles". Y él quedó muy defraudado. "No me gusta —dije—, es demasiado improvisado, sabes." Y un día, mucho después, entré en la CBS y la señora que trabajaba allí estaba escuchando una música increíble en su despacho. Dije: "¿Qué demonios es eso?". Y la señora respondió: "¿Qué quieres decir con qué demonios es eso? Eres tú y Miles y John y todos los de Bitches Brew".

Joe Zawinul

El momento que comencé a sentir que estaba ocurriendo algo verdaderamente extraordinario fue en Bitches Brew. (…) Estábamos situados en un gran círculo en el estudio, pero nadie sabía en realidad que buscaba él. Creo que ni siquiera Miles lo sabía, pero tenía una idea, como siempre, y él, al igual que todos, estaba experimentando otras maneras de percibir la música, lo que, por supuesto, es su enfoque característico, esa capacidad de extraer de los músicos cosas de las que tal vez ellos no eran conscientes.

John McLaughlin




Como epítome y excepción al mismo tiempo puede ser abordada la desbordante propuesta con la que en 1970 Miles Davis alcanza la cima de su carrera: Bitches Brew. Epítome porque en ella confluyen todas las formas que la música popular afroamericana ha ido adoptando hasta esa fecha en los Estados Unidos y las vanguardias que durante el siglo XX, con base principal en Europa, han ido modificando las tradicionales músicas sinfónica y de cámara. Excepción porque, sin dejar de ser jazz, Bitches Brew demuestra tal originalidad en su discurso que cuesta trabajo asociarlo a nada en concreto, aun sabiendo que no existe la generación espontánea en el arte. Incluso el anterior y soberbio In A Silent Way, que ha abierto el camino, se queda corto como referencia. Son las "otras maneras de percibir la música" de las que habla McLaughlin, las de un músico, Davis, de radical individualidad, siempre al acecho, siempre inconformista.

Grabado los días 19, 20 y 21 de agosto de 1969, estamos ante un doble elepé en el que, como dice Ian Carr, "La antigua idea de una serie de solos ha quedado descartada por completo y los elementos básicos son la trompeta de Miles y el resto del conjunto como un todo". Conjunto en el que hallamos dos, incluso tres, pianos eléctricos (Joe Zawinul, Chick Corea, Larry Young); una guitarra eléctrica (John McLaughlin); bajo y contrabajo (Dave Holland y Harvey Brooks); dos baterías (Lenny White, Jack DeJohnette, Don Alias); percusión (Don Alias, Junma Santos); saxo soprano (Wayne Shorter); y clarinete bajo (Bennie Maupin).

Pharaoh's Dance inicia el álbum, y no hacen falta sino unos segundos para percibir que nos abocamos a un abismo lúbrico en el que Davis introduce a sus acompañantes para dejar que sea el tiempo —jugando con los músicos, modificando, relativizando, esculpiendo notas, melodías, armonías— el que establezca las conclusiones. Compuesto por Zawinul, el motivo del pianista
es instantáneamente anulado por un maremágnum de sonidos que invoca a una especie de rito pagano —como el de los faraones— dormido en el inconsciente atávico que desde lo más remoto de nuestros ancestros se cuela en un estudio de la Gran Manzana para crear la obra más rompedora y convulsiva que se pueda imaginar. El salto es sin red, de ésos de los que sales vivo o muerto, sin término medio. Y Davis sale tan vivo que incluso supera el esencial, y pareciera que insuperable, Kind Of Blue. La arrebatadora belleza de los veinte minutos de Pharaoh's Dance —por supuesto inefable, ya que hace inútiles las palabras— tiene su continuidad en los veintisiete de Bitches Brew, con la diferencia de que sólo hay aquí dos pianos, pues Larry Young no toca el suyo. Impresiona sobremanera en este tema la magnífica trompeta de Davis, que consigue extraer sonidos alucinantes de su instrumento.

El segundo disco contiene cuatro temas, más moderados en su duración. El primero y más largo de ellos es Spanish Key, grabado en la misma sesión que Pharaoh's Dance y también con tres pianos. Ni que decir tiene que mantiene esa arcana tensión que Davis establece, destacando el saxo de Wayne Shorter y la guitarra de John McLaughlin en determinados momentos de un corte en el que vuelve a sobresalir Davis. No llega a los cinco minutos el siguiente tema, precisamente titulado John McLaughlin (favor o detalle que el inglés devolvería años después al llamar Miles Davis a uno de los temas de su Electric Dreams), quizá por su escasa duración, y al quedar como mero bosquejo, el que menos descolla del álbum, a pesar de la excelente labor del guitarrista. Todo lo contrario tenemos que decir de Miles Runs The Voodoo Down, en el que el evidente punto de partida, el blues, es llevado a los terrenos alucinógenos por los que transita Bitches Brew. De nuevo Davis y McLaughlin brillan con luz propia y nos regalan generosas improvisaciones, en las que el inglés continúa reinventando la guitarra eléctrica y el estadounidense deja patente cuán dentro lleva la música de Louis Armstrong, probablemente, y en última instancia, su mayor influencia.

Pone Sanctuary fin a esta odisea con una balada. Los pianos de Joe Zawinul y Chick Corea bañan los agudos instrumentos de Shorter y Davis, reafirmándose el trompetista en su categoría de intérprete mayúsculo. Pero de nada serviría destacar solamente esta categoría para comprender la entidad de Miles Davis y la de Bitches Brew. Galvanizador de talentos ajenos, mente plecara, investigador sin límites, es la de Davis figura sin parangón que observa con atención y sin prejuicios tanto a Jimi Hendrix como a Karlheinz Stockhausen (sin duda, con mayor al segundo: la presencia del rock es mucho menor de los que se cree), pero que crea un universo plástico sólo pendiente de sus conclusiones (o de las que de su práctica artística deriven). Un universo gracias al cual podemos escuchar la música de Bitches Brew y decir que hemos gozado de la más embelesadora de las experiencias.


http://raggedglory.blogspot.com

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