Se despertó tirado en el suelo del váter con la espalda empapada de orina y vómitos. Nada más abrir los ojos notó que algo raro pasaba. Se percató de que el silencio era absoluto, cosa anormal en aquel garito. Se incorporó como pudo y salió del baño. El local estaba a oscuras, tan solo se colaba algo de luz a través de la vidriera de la entrada y de la claraboya del techo. Se dirigió hacia la puerta e intentó abrirla. Estaba cerrada. Le habían dejado encerrado. En un primer momento se inquieto un poco, pero pronto se dio cuenta de que tenía todo el bar para él solo. Un sueño que siempre había querido cumplir y que ahora podía disfrutar. Lo primero que hizo fue poner el morro debajo del surtidor de cerveza. Bebió hasta que su estomago estuvo a punto de reventar. Se lo había visto hacer a Homer Simpson en algunos capítulos y no se resistió a imitarlo. Se sintió cojonudamente. La cosa no había hecho más que empezar. Se metió en la barra y desfiló por delante de las estanterías seleccionando unas cuantas de las mejores botellas: rones añejos, whiskies de doce años, grandes reservas, en resumen: lo mejor de lo más caro. Bebió y saboreó cada uno de los licores. ¡Joder! Estaba claro que no era el garrafón al que estaba acostumbrado. El licor seleccionado entraba en su estomago sin abrasarlo, dejándole una amalgama de sensaciones únicas en paladar y cerebro. Para que fuese del todo perfecto necesitaba algo para fumar y un poco de buena música. Conectó el equipo, asegurándose de que la música no se escuchase desde la calle. Rebuscando en un cajón encontró la caja de los habanos y se encendió uno, el mejor. Así debía de ser el paraíso, pensó, un bar para él solo. Se acomodó en un butacón con un vaso de Chivas etiqueta negra. Caprichos del azar, aquella tarde se había bebido los cuatro cuartos que le habían pagado por descargar un camión de congelados. Sin dinero la noche se presagiaba dura y al raso. Sin embargo, allí estaba él, disfrutando de todo lo que se le podía antojar. La suerte era su amiga, al menos esa noche. Degustó el Chivas despacito, sin el agobio habitual. Sabía que había cientos de botellas esperándole y que esa noche su insaciable sed sí sería saciada. Por una vez no tendría que preocuparse por la falta de bebida. Para celebrarlo llegó hasta el surtidor de cerveza, lo abrió y bebió a morro hasta hartarse. La cerveza se saboreaba mucho mejor así. Homer sabía lo que se hacía.
A la mañana siguiente la mujer de la limpieza lo encontró tirado debajo del surtidor de cerveza. Estaba en medio de un gran charco de bebida fermentada. Al parecer, se quedó sin aire debajo del chorro del surtidor. Tenía el estomago tan hinchado como una pelota de playa. Aun así, su cara mostraba un evidente gesto de satisfacción.
Pepe Pereza, del blog Asperezas.
Siempre es un placer estar por aquí.
ResponderEliminarabrazo enorme
vaya historia.
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