Supe de tu muerte, madre, unos años más tarde.
Mis hermanos no pudieron localizarme. Estaba perdido entonces
y aún sigo sin rumbo, escrutando en el silencio
el vuelo de los pájaros o un halo de luz que dibuje colores en la sombra.
Casi nada conocí de ti mientras vivías, que eras analfabeta y de ojos tristes…
poco más. Nunca alzaste queja ni oí tu rabia. ¿Idolatrabas al verdugo
o pulías sigilosa el alma de reluciente mártir que lucías en el pecho?
¿Por qué no escapaste del infierno? ¿Por qué yo y mis hermanos
tuvimos que abrasarnos en su fuego de golpes y derrotas?
Las uvas se secaron con el tiempo, madre. Sin lágrimas
los ojos se cerraron y uno tras otro abrimos la puerta de la huída.
Hasta después de muerto seguías ensalzando al criminal,
ese cabrón que te arrancó la voz y las caricias de unas manos
siempre ausentes en la piel implorante de tus vástagos heridos.
Tu único legado fue aquel terrible silencio que imponías al hogar,
la agonía de unos pasos que avanzaban entre el abismo y el dolor,
la letanía infinita de tu constante y esclava sumisión.
A ti, madre, sí te recuerdo, vagamente, como el tránsito
de un fantasma atormentado que pasea por la orilla del Leteo
sin mirar jamás al horizonte, como si nada hubiera más allá
del espejo de sus aguas. Y sí que hay, madre. Yo lo he visto.
He visto a mujeres que bordaron con su sangre banderas
de clandestina libertad, que empuñaron, frente a sus verdugos,
palos de fregona y limpiaron con ellas el trigo de sus hijos.
Mujeres que jamás se humillaron ante nadie
porque amaron pulcramente repudiando el odio de los otros.
Mujeres que supieron y aún saben mirar de frente a los hombres
sin quebrar nunca su halo majestuoso de frágil cisne.
Hoy, madre, tras muchos años de tu muerte, sigue llameando la pira
en demasiados hogares. Y las mujeres como tú arden en ellas.
Mis hermanos no pudieron localizarme. Estaba perdido entonces
y aún sigo sin rumbo, escrutando en el silencio
el vuelo de los pájaros o un halo de luz que dibuje colores en la sombra.
Casi nada conocí de ti mientras vivías, que eras analfabeta y de ojos tristes…
poco más. Nunca alzaste queja ni oí tu rabia. ¿Idolatrabas al verdugo
o pulías sigilosa el alma de reluciente mártir que lucías en el pecho?
¿Por qué no escapaste del infierno? ¿Por qué yo y mis hermanos
tuvimos que abrasarnos en su fuego de golpes y derrotas?
Las uvas se secaron con el tiempo, madre. Sin lágrimas
los ojos se cerraron y uno tras otro abrimos la puerta de la huída.
Hasta después de muerto seguías ensalzando al criminal,
ese cabrón que te arrancó la voz y las caricias de unas manos
siempre ausentes en la piel implorante de tus vástagos heridos.
Tu único legado fue aquel terrible silencio que imponías al hogar,
la agonía de unos pasos que avanzaban entre el abismo y el dolor,
la letanía infinita de tu constante y esclava sumisión.
A ti, madre, sí te recuerdo, vagamente, como el tránsito
de un fantasma atormentado que pasea por la orilla del Leteo
sin mirar jamás al horizonte, como si nada hubiera más allá
del espejo de sus aguas. Y sí que hay, madre. Yo lo he visto.
He visto a mujeres que bordaron con su sangre banderas
de clandestina libertad, que empuñaron, frente a sus verdugos,
palos de fregona y limpiaron con ellas el trigo de sus hijos.
Mujeres que jamás se humillaron ante nadie
porque amaron pulcramente repudiando el odio de los otros.
Mujeres que supieron y aún saben mirar de frente a los hombres
sin quebrar nunca su halo majestuoso de frágil cisne.
Hoy, madre, tras muchos años de tu muerte, sigue llameando la pira
en demasiados hogares. Y las mujeres como tú arden en ellas.
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Francis Vaz, del poemario Libro de Familia (inédito).
Ese silencio es lo que alimenta las piras, el que apaga la voz, los ojos, las caricias. Pero también el que amamanta la rabia colateral. Pero quiero creer que las cosas están cambiado, un poco al menos. A la gente empieza a molestarle el olor a carne quemada
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