Una de las estampas imborrables de mi adolescencia está asociada a un ataque epiléptico. Estábamos en el Instituto, en la primavera del primer o el segundo curso. Pasábamos el fin de semana de acampada en una sierra que no recuerdo. El sábado por la mañana, cuando nos levantamos de nuestra tienda de campaña, todavía medio borrachos por el exceso de la noche anterior, salimos afuera y nos estampamos de frente con aquella visión. Era un compañero de otra clase, que de repente, de un segundo para otro, empezó a padecer un furibundo ataque. El cuerpo se le ablandó como un globo desinflado, pero al mismo tiempo se movía de forma compulsiva, como la cola recién cortada de una lagartija. Era un movimiento que parecía atávico, infernal. Como si con su cuerpo estuviera llenando de garabatos aquel apacible amanecer de un día primaveral.
La siguiente vez que vi un ataque epiléptico fue en pleno centro. Una mujer había caído al suelo y se deshacía por los temblores. Recuerdo que en realidad, a pesar de su posición de fragilidad, parecía como un gigante incontenible. Ni media docena de personas era capaz de retener aquel agresivo movimiento, irresistible a la vista, como un baile telúrico con capacidad hipnótica.
Desde entonces, he sentido una morbosa e irrefrenable atracción por el fenómeno de la epilepsia. Ha adquirido para mí matices de oscura elegancia. Concibo pocas cosas tan elegantes como el baile desbocado de Ian Curtis. Un baile que debe mucho a la epilepsia. Un baile que se confunde incluso con la epilepsia, ya que está probado que el cantante de Joy Division padeció algunos ataques durante sus conciertos, y que esa epilepsia fue lo que finalmente lo llevó a precipitarse hacia el suicidio. También está documentado que Curtis tuvo la oportunidad de ver en directo en Londres a los Sex Pistols. Bastante más zafios pero donde también brilla especialmente la pose de Johnny Rotten, la locura elemental que asoma a sus ojos, el demonio que se apropia de su cuerpo inclinado y arrastrado de yonki.
Entre los escritores que han padecido epilepsia también se respira esa extraña suerte de torturada elegancia. Una elegancia retorcida, que aturde, donde el texto parece un animal enfermo. Pienso sobre todo en Dostoievski, y en novelas como Crimen y Castigo, cuya lectura reporta una experiencia que se me antoja parecida a un acceso de fiebre. El estilo de Dostoievski es atormentado como conozco pocos, un estilo enfermizo, a veces grandilocuente, a medio camino entre el sueño y el disparate. El resultado letal de una rara mezcla entre espiritualidad religiosa y enfermedad. Flaubert es probablemente el más contenido de los escritores epilépticos, aunque también el más perfecto. El grito enfermo de Flaubert está en lo que no se cuenta, en la elipsis. Es un grito que Flaubert arroja sobre el propio lector. Pero cuando se lee a Flaubert no se lee a un epiléptico, se lee a un orfebre que crea piezas perfectas, donde el nervio está siempre muy contenido.
Me interesa la epilepsia del pintor Van Gogh. Una epilepsia que daba a sus cuadros un estilo apresurado, y que lo convierte en el primer punk pictórico, mucho antes de que ese término existiera, y de una forma mucho más elemental y antirretórica. La manera nerviosa en que De Kooning o Pollock o todos los artistas del action painting pintaban sus cuadros, como si les faltara tiempo, como si en cualquier momento fueran a rajarse las muñecas para utilizar la sangre en sus lienzos.
Cuando Angus Young, guitarrista de AC/DC, se sube a la plataforma móvil y se eleva por encima del público, acompañado rítmicamente por el resto del grupo, el enano australiano está reivindicando la epilepsia como forma expresiva. Está cogiendo a Chuck Berry y lo está triturando con jirones de punk, pero no del punk británico ni del americano, sino del mismo punk que ellos sin saberlo estaban construyendo en Australia en sus primerísimos discos, y que es el único que sonoramente se ha mantenido hasta la actualidad: ahí están grupos como The White Stripes para demostrarlo. Cuando Angus Young se tira al suelo de la plataforma sin camiseta y se pone a revolcarse con su guitarra, sacándole las tripas al sonido, jugando con los acordes, estoy asistiendo a una vindicación de la epilepsia como una suma compacta de movimientos elegantes, como una postura creativa, como una actitud.
La epilepsia es algo sublime, porque esconde todo lo oscuro que hay en nosotros y nos arroja sobre formas expresivas que están al límite, en la frontera de la propia humanidad. Para arrojarse sobre la epilepsia como postura creativa hay que ejercer necesariamente la libertad. Despojarse de sostenes y de estructuras, y fluir como salvajes, como ángeles con las alas rotas, como exploradores a la búsqueda de flores extrañas en horizontes kilométricos de cemento.
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Daniel Ruiz García, de su blog Juntando palabras
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