La Taberna 49 estaba oscura y llena. Charles Bukowski, el más grande poeta del siglo XX en Estados Unidos, estaba de pie en el estrecho pasillo entre las mesas de madera empapadas de cerveza y la fila de sillas ocupadas de la barra. Bailaba borracho, con los brazos por encima de la cabeza, con una sonrisa ciega y cansada que le atravesaba toda su cara de mil batallas.
Era una cara dolorosamente viva, como carne de hamburguesa cruda, con todas las terminaciones nerviosas y las heridas abiertas, mostrando el horror y la agonía de vivir con el genio que no transige en una tierra de imbéciles. Era Lázaro levantado de entre los muertos por un Jesús bendecido y sangrante. Era Zorba el griego con los brazos balanceados y meciéndose suavemente. Era Charles Bukowski bailando.
Me detuvo cuando pasé entre la barra y él. Quedé paralizado como un conejo asustado, detenido por la hipnótica mirada de una cascabel enroscada. Su amplio pecho se expandió y sus poderosos brazos se elevaron aún más, listos para golpear, para caer sobre mí aplastándome.
Luego me escupió en la cara. El poeta más grandioso de los Estados Unidos, mi ídolo, mi héroe. La saliva lentamente empezó a descender por mi cachete. Yo no me limpié.
Dije “Gracias” y me devolví para la mesa.
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Me pregunto si llevaba maracas y una falda caribeña.
ResponderEliminarSaludos
seguramente si, y también nariz de payaso. (no sé cual de los dos)
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