El cine nos proporcionaba cultura y entretenimiento. A la televisión, por el contrario, le sobraba lo segundo y le faltaba lo primero. Por eso, creo, apenas solía sentarme delante del televisor, salvo para los dibujos animados o las películas antiguas. Pero la emisión de un espacio presentado por el barbudo Chicho Ibáñez Serrador, con el lema aglutinador de “Mis terrores favoritos”, me enganchó un día a la semana, quizá los lunes, con historias extraordinarias en blanco y negro, mi droga imprescindible durante un tiempo. Mis abuelos se iban a la cama y mi tía Rosa y yo permanecíamos frente a la tele, entre sombras y en silencio, sufriendo de miedo. Todos los clásicos del fantástico, principalmente de la Universal, nos los brindaba Ibáñez Serrador en aquellas vigilias pobladas de misterio: Drácula, El doctor Frankenstein, La mosca, El increíble hombre menguante, Los crímenes del museo de cera, La obsesión, El hombre y el monstruo... Esas producciones me encharcaban la piel de sudores terroríficos, y tenía que cubrirme los ojos en alguna escena, y en la cama me tapaba con las sábanas hasta la raíz del cuero cabelludo, para no presenciar la entrada furtiva de algún asesino de medianoche en mi habitación.
Así, mi entusiasmo por el cine fantástico crecía en las madrugadas. Y, una noche, Rosa me habló de una película de John Landis que se proyectaba en el Pompeya: Un hombre lobo americano en Londres. Ambos fuimos a ver las mutaciones del protagonista en la última sesión, no sé si por sentir más pavor y temblequera o porque ella tenía otros compromisos durante la tarde. A esa hora, incluso mis padres ya se habían ido a casa, y sólo quedaban Pepe, el portero del brazo doblado, y Manolo, y en ocasiones únicamente éste, para terminar la proyección y echarle el candado al local.
Por una vez consentí en sentarme en el piso de abajo, en el patio de butacas, entre escasos clientes muy dispersos por la sala (todos hombres, por supuesto: la película anterior había sido algún aperitivo pornográfico). El olor de los asientos, rancio, añejo, inveterado, asfixiante, licencioso y sucio, inundaba mi nariz dentro de aquel gabinete ancho y espectral, porque el recinto carecía de demasiadas luces de emergencia. Amparados en la negrura, asistimos a una efectista pero lograda conversión del protagonista en lobo, con dedos entre los que crecía una pelambre fosca, que iban convirtiéndose en garras, y la espalda arqueada abruptamente por el desgarro de la columna vertebral en evolución, aullando el hombre o la bestia por el suplicio. Sospeché que esa noche me ahogaría en múltiples pesadillas, lo cual ocurrió cuando me introduje en la cama con las imágenes de terror aún bailando en mis párpados, y tuve dificultades para conciliar el sueño.
En una escena de Un hombre lobo..., los dos personajes principales aparecían en un cine de barrio, contemplando un filme X, y a su alrededor los espectadores eran monstruos, zombies, tipos a los que se les descomponía el careto y se les vislumbraba la calavera. Por encima de mi hombro y de la tapicería con tufo prehistórico, miraba hacia las filas de atrás, temeroso de que la realidad hiciera un calco de la ficción, porque el patio de butacas de John Landis era parecido a éste en el que estábamos, y probablemente algún cliente comenzase a supurar líquidos por su piel y a exhibir unos dientes infectos, irregulares, y los ojos en blanco, y me estrujara el cuello.
Así, mi entusiasmo por el cine fantástico crecía en las madrugadas. Y, una noche, Rosa me habló de una película de John Landis que se proyectaba en el Pompeya: Un hombre lobo americano en Londres. Ambos fuimos a ver las mutaciones del protagonista en la última sesión, no sé si por sentir más pavor y temblequera o porque ella tenía otros compromisos durante la tarde. A esa hora, incluso mis padres ya se habían ido a casa, y sólo quedaban Pepe, el portero del brazo doblado, y Manolo, y en ocasiones únicamente éste, para terminar la proyección y echarle el candado al local.
Por una vez consentí en sentarme en el piso de abajo, en el patio de butacas, entre escasos clientes muy dispersos por la sala (todos hombres, por supuesto: la película anterior había sido algún aperitivo pornográfico). El olor de los asientos, rancio, añejo, inveterado, asfixiante, licencioso y sucio, inundaba mi nariz dentro de aquel gabinete ancho y espectral, porque el recinto carecía de demasiadas luces de emergencia. Amparados en la negrura, asistimos a una efectista pero lograda conversión del protagonista en lobo, con dedos entre los que crecía una pelambre fosca, que iban convirtiéndose en garras, y la espalda arqueada abruptamente por el desgarro de la columna vertebral en evolución, aullando el hombre o la bestia por el suplicio. Sospeché que esa noche me ahogaría en múltiples pesadillas, lo cual ocurrió cuando me introduje en la cama con las imágenes de terror aún bailando en mis párpados, y tuve dificultades para conciliar el sueño.
En una escena de Un hombre lobo..., los dos personajes principales aparecían en un cine de barrio, contemplando un filme X, y a su alrededor los espectadores eran monstruos, zombies, tipos a los que se les descomponía el careto y se les vislumbraba la calavera. Por encima de mi hombro y de la tapicería con tufo prehistórico, miraba hacia las filas de atrás, temeroso de que la realidad hiciera un calco de la ficción, porque el patio de butacas de John Landis era parecido a éste en el que estábamos, y probablemente algún cliente comenzase a supurar líquidos por su piel y a exhibir unos dientes infectos, irregulares, y los ojos en blanco, y me estrujara el cuello.
José Ángel Barrueco, de Recuerdos de un cine de barrio (Baile del sol, 2009).
grande el libro y el escritor.
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