domingo, 29 de marzo de 2009

DEBAJO DEL ASIENTO by Mario Crespo.


Llevamos a limpiar el coche. El Clenchas se empeñó. “Para qué coño vamos a perder tiempo en lavar el coche si lo vamos a traer lleno de mierda”, dije yo. “Oye, tronco, el buga es mío y no quiero que acumule mierda por valor de un mes”. El clubbing consiste básicamente en ir de club en club, de discoteca en discoteca, en busca de música electrónica. Eso es la teoría. Seguro que lo pone en la Wikipedia. Para mí/nosotros, clubbear era nuestra forma de vida. Éramos JPSD (jóvenes pero sobradamente desgraciados). El Clenchas, el Rulas, Paco Keta, el Petunio y yo. Cinco tíos de barrio que acudían a su primer acto clubber importante. Cinco capullos a punto de desflorarse. Se trataba de la primera vez que íbamos a salir de nuestra ciudad para acudir a una rave. Clenchas tenía un Wolsvagen Polo de color rojo. Uno de los viejos. 1000 c.c. Casi tantos como su enorme cabeza. De masa encefálica no sé como andaba, ni cuantos gramos tenía. Nosotros bastantes. 15 gr. de speed; 2 gr. de MDA; 15 pastillas (8 Mitsubishi y 7 Killer); 5 tripis Simpson; y un buena china de hachís. Unos 13 gr. ¿Bebida? Tal vez algo de agua. No lo recuerdo. El caso es que íbamos cargados hasta las patas. Cinco tíos. Cinco amigos entre los 18 y los 22 años. Cinco insensatos. Sobra decir que durante el trayecto a la capital la ingesta de estupefacientes fue tal que a mitad de la noche tuvimos que proveernos de más speed para aguantar el tirón. No era difícil pillar. Los camellitos locales se dejaban ver por la sala. Se movían bien. Trabajaban regular. “Los madrileños son muy chulitos”, decía el Keta, siempre tan farruco. A mis cuatro acompañantes les importaba un carajo la música, el DJ, el estilo, y prácticamente todo. Sentí repelús cuando al entrar oí aquella infame mezcla de trance y electro. Me dieron ganas de autocortarme el rollo e irme al coche a empolvarme la nariz. Pero necesitaba bailar. Necesitaba quemar energías. Quemar mi pedo. Sí, si me dan a elegir como desarrollarlo elegiría a una buena rubia con curvas. Sí, con caderas y tetas. No de esas anoréxicas que pasean sus omóplatos por las pistas de los garitos más guarros. Una mujer. Pero en una sala de la Meseta lo más lógico es quemarlo bailando. Ibiza ya es otra historia. Cuando tomo drogas de diseño es cuando realmente me doy cuenta de lo que soy. Un pastillero. Nací para esto. Soy un bakaladero de tomo y lomo. Auténtico. Camiseta ajustada de Independent, botas Art, pantalones pitillo, cabeza rapada, y botellín de agua en mano. Y bailar, y bailar, y bailar. Tarantantantan, tarantantarantaran, cantaba Ann Saunderson sobre la base de Octave One. En realidad decía algo coherente, no sé que de “yurais”, creo de hablaba de los ojos de alguien; tal vez los míos. La cuestión es que la fiesta estaba de puta madre. En cuanto acabó su sesión el pesado que pinchaba trance, el local ganó en calidad ambiental. Yo estaba feliz. Enorme. Lleno por dentro y por fuera. Hablaba con la gente: con otros clubbers, con los bakalas más duros, con las camareras… Buen rollo, feeling, felicidad inducida, paraísos artificiales... ¿Pero qué más da? El mundo es bastante triste como para renunciar a estos momentos de éxtasis, por falsos que sean. Mis compinches disfrutaban también de su momento de gloria, de su alucinación. Luces de colores, go-gos, cañón láser, mil quinientas personas… Un sitio de ensueño para nuestro sueño. Un escenario de teatro decorado a nuestro gusto. Ideal para representar nuestra mascarada. Porque el efecto alucinógeno es eso, una mascarada que tu mente guioniza, dirige y protagoniza.

“Oye, Petunio, tío, ¿dónde coño se ha metido el Clenchas?”, pregunté. “No sé, colega. Psssssss. Menudo rayao de la vida. Andaba en el coche. Lo estará limpiando, ja, ja”. Me dirigí a su impoluto coche. El aparcamiento estaba lleno de barro. El Clenchas rayao perdido. “Oye, tronco, que le den por el culo al puto coche. Eres un puto paranoico”. “Toda la peña de la discoteca me está mirando. Creo me quieren pegar”. “Venga, tronco, no flipes. Ahí dentro hay 1.500 personas de fiesta que no van a perder su valioso tiempo en mirarte”. “Me habéis echado un tripi en la copa, cabrones”.”Que te jodan, Clenchas”. Supongo que a esas edades uno no es muy consciente de lo que hace. Cuando no tienes responsabilidades en la vida todo es muy fácil. Y muy gratuito. Pensamos que podemos ser lo queramos, hacer lo que queramos… A mí me dio por ser pinchadiscos. Me encantaba esa música. Pero como soy un pobre desgraciado, no he llegado a nada. Sigo de aprendiz de mecánico. Lo que gano en el taller me lo gasto en vinilos. Los demás, más o menos igual, ganándose la vida como pueden. En realidad todos teníamos un sueño. El Clenchas quería ser piloto de Fórmula 1.

Nos podrían acusar de todo. De bulling. De vejación. De daños morales… ¿Qué sé yo? Con un video de Youtube estaríamos en la cárcel. ¿Pero por qué? ¿Por qué a un amigo? En realidad no sé si era un amigo, pero era uno de los nuestros, alguien cercano, al fin y al cabo. La selva es así. Eso es lo que creo. Lo que me quiero creer. Si la desgracia cae sobre tu vecino, al menos sabes que no cae sobre ti. Pura supervivencia. Instinto. Luego te das cuenta de que las cosas no son tan simples. Al menos no deberían serlo. A mí me ha costado años recuperar la conciencia. Y ahora ya…. Ya tengo 30 años. Ahora es momento de auto flagelarme. De tener cargo de conciencia. De sentirme responsable
De algo.
Volví a entrar en la discoteca. Estaba indignado. El Clenchas se metía muchas tronchas, pero no podía con los alucinógenos. El ácido le daba pavor. Siempre emparanoiado. Siempre comiéndose la cabeza. Siempre cortando el rollo, con su debilidad de los cojones. Había que darle un escarmiento. O aprendía de esta o no aprendería nunca. “Oye, troncos, el Clenchas es un puto rayao. En cuanto lo sacas de las lonchas y del coche se raya como una cebra. Cree que le hemos echado un tripi en la copa y que está flipando por nuestra culpa. Puto flipao”.”Igual se le va la piña y se larga con el coche”, dijo Paco Keta.”No nos puede dejar aquí”, gritó el Rulas.”No puede ni conducir. La pupila le abarca toda la cara. No ve”, argumentó el Petunio.”Vamos a echarle un tripi en la copa y a volverlo loco. Seguro que así aprenderá que no somos una pandilla de nenazas”, sentencié yo. Le llevamos bebida. El veneno iba dentro. Tal vez se nos fue un poco la mano. La verdad es que no me acuerdo. Lo dejamos en el coche hasta que acabó la fiesta. Debieron pasar cuatro horas. Tal vez más. Cuando volvimos no podía ni articular palabra. Sus ojos, convertidos en pupilas, miraban de un lado para otro. El resto del cuerpo permanecía inerte. No podía conducir. Arranqué el coche y partimos de vuelta a la ciudad.
No sé como explicarlo. El LSD abre espacios de tu mente que ni sabías que existían. Alcanzas tal potencia mental llegas a percibir que prácticamente todo es posible. Ahí está el problema. Te puedes creer casi todo. Siempre hay leyendas urbanas que hablan de dragones voladores y gente que se cree superman. Para mi no dejan de ser mitos callejeros. Sólo las historias orquestadas dentro de una cierta lógica encajan en una mente lisérgica. Las alucinaciones visuales no son más que un truco de los ojos. El problema está en la mente. En su profundidad. Si no sabes controlarlo, estás a merced de todo. No te enteras
De nada.
Lo volvimos loco. Pero no figuradamente. De hecho, cobra una pensión gracias a nosotros. Le hicimos creer cosas impensables. Lo humillamos a través de una guerra psicológica que no podía sostener. Estábamos compinchados. Fuimos capaces de jugar la partida con todas las cartas marcadas. Con comodines. Con suciedad y alevosía. Con datos coherentes le hicimos creer que su madre, la viuda de su padre, se había follado a Camel, el camellito chuloputas del barrio. Llegó a convencerse de que nos perseguían unos macarras en un coche robado y que nos iban a meter cuatro tiros. Di cuatro volantazos bruscos en medio de la autovía para añadir certeza. El atrezzo era perfecto. Salvaje. Propio de depredadores humanos. Por seguir el vacile le dijimos que habíamos comprado 200 rulas que estaban bajo el asiento trasero. Al intentar comprobarlo, se le quedó la mano enganchada. La dificultad de raciocinio que poseía en aquel momento le impedía encontrar la solución al puzzle. No podía sacarla. Entre tanto, y como colofón, nos paró la Guardia Civil. Hasta entonces todo había sido muy fácil. Lo teníamos bien organizado, todo hay que decirlo. Pero el destino nos puso el desenlace. Cinco tíos. Veinte pupilas. Diez mandíbulas. Uno de ellos, Clenchas, con la mano metida en el asiento trasero y sus luces de carretera puestas; enfocado a los agentes. La víctima perfecta. La productividad diaria de los cuerpos y fuerzas del estado. El pringao de turno. Empezó a flipar. Y no lo digo figuradamente. Llegó a decir de todo. Su rostro desprendía tal pánico que asustaba. Daba miedo. No lo recuerdo muy bien. Sólo pensaba en limpiar mi culo. El Clenchas era perfecto para salvar los otros tres. Y así lo hizo. Después de una inolvidable performance, puso la guinda al pastel intentando sobornar a los picolos. Quería que no le multaran por el cargamento de pastillas que creía tener en la mano. Llegó a tal punto que realmente les enseñaba la palma de la mano pensando que en ella había una bolsa con 200 rulas. Era un espectáculo. Los agentes, que escuchaban perplejos, no paraban de pedir refuerzos. Desmontaron el coche. No pillaron nada más que los residuos. Nos habíamos metido absolutamente todo. Primero lo detuvieron. Después, lo llevaron al loquero. Nunca se le pasó el ácido efecto.
A día de hoy he recuperado la conciencia. Ha pasado tiempo, lo sé. Pero tenía que compensar ambas realidades vitales. Aunque aún sigo sin saber cual es la verdadera, sólo vivo en una. Ahora duele más que nunca. Débil o no, el Clenchas, Pipo, era mi mejor amigo del colegio. Cuando pasé la fase de felicidad inducida me di cuenta de que Pipo había sido mi único amigo. El pobre Pipo no era débil. Era bueno. Fue bakaladero mientras pudo. No todos los clubbers eran bakaladeros, pero casi todos los bakaladeros clubbeaban. Al final, el clubbing se impuso al bakalao y yo recuperé la conciencia. Ahora, adulto, maduro, recuperado… me dispongo a acordarme de ti, Pipo. A no dormir tranquilo por las noches. A salvarte de la percepción de la policía. A convencerte de que allí no había pastillas. De que todo era un magno espejismo. Una patraña. Como mi vida. Como la de los demás. Tú fuiste la víctima, amigo, pero yo, después de mi periplo por los dominios de la insensatez, me quedé allí para siempre. Contigo. Allí, en el asiento trasero del Polo rojo. Allí
De bajo.

Mario Crespo, inédito.

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