Ser parroquiano de un bar de segunda tiene sus ventajas. Luego de un par de años logras cierto crédito, te apartan tu lugar en la barra hasta las nueve y te brindan la de la casa una vez por semana.
Aunque debes aprender a conocer a los cantineros: cuando tú llegas, ellos ya han estado ahí por años y permanecerán en su lugar mucho tiempo después de que te hayas ido. Ellos son “el hombre de confianza”: controlan el dinero y la bebida. Si los tratas bien, siempre tendrán tu vaso bien servido.
Pero ni siquiera ellos controlan la noche.
Me encontraba bebiendo en mi lugar habitual, en el extremo derecho de la barra, y no se percibía novedad alguna. Ninguna hasta que sucedió: llegó un tipo de unos 40 años; más fornido que alto; vestía algo elegante para el lugar. Vino directo a la barra y ordenó un coctel de color azul.
El buen Izaguirre, el cantinero, lo sirvió lo mejor que pudo.
Continué con mi trago e ignoré al vecino cuanto pude, hasta que su mirada cortés se hizo insoportable. Saludó con la mirada.
—Sí, qué tal —respondí y volví a lo mío.
El tipo se veía muy propio frente a su bebida color azul. Se desanudó la corbata en un impulso, pero pareció conservar cierto recato con su saco.
—Veo que bebe whisky —dijo—: un trago conservador.
—Ajá —respondí.
—Y lo bebe de buena manera…
No supe si lo de la “buena manera” era en la forma o en el fondo.
Acabé el trago de un golpe y el buen Izaguirre se acercó con el siguiente. Encendí un cigarro y el tipo tosió, pero se acercó un banco hacia mí:
—¿Me obsequiaría un cigarro?
Bueno, a todo el mundo se le terminan. Le ofrecí uno de la cajetilla y cuando lo tomó se quedó petrificado por un momento; quizá imaginó que también se lo encendería. Le acerqué el encendedor sobre la barra y estudié sus movimientos: un fumador social, dirían algunos.
Me agradeció con un ademán.
—A la sazón: me llamo Edgar —dijo y me ofreció la mano.
¿Pero qué era aquello? ¿Un curso de Calidad Total? ¿Soy Edgar y quiero ser tu amigo? Uno se sienta en la barra para tener un momento de paz. Tuve que cambiarme el cigarro de mano para estrechar la suya. Estaba tibia como un bebé.
—Veo que es usted casado —dijo—. Lo adivino por la argolla.
Le miré las manos y estaban limpias.
—¿Problemas con su esposa? —preguntó con ganas de platicar.
—No. Sólo soy borracho.
—La mía me abandonó —dijo y comenzó a llorar— La muy puta…
Así comenzó aquello.
—¿Y qué? ¿Te dejó por otro? —pregunté.
Edgar contuvo el llanto.
—¿Te dicen algo las siglas D. P.? —preguntó en confianza.
—¿Dinero Perdido? —especulé.
—Doble Penetración —respondió—. Ya lo practicaba cuando la conocí: “culo y coño”, dirían los españoles. Sentía sus espasmos encima de mí, mientras el invitado la envestía por las nalgas. “¿Te gusta que me den por la cola? ¿Eh?”, me preguntaba y aquello me hacía explotar.
—¿Quieres decir que invitabas al lechero a tirarse a tu mujer?
—No es así de burdo —respondió—: hay círculos sociales que uno frecuenta. Luego de un rato, en alguna reunión, ella identificaba al tipo. Nos acercábamos a saludar. Si el sujeto estaba de acuerdo, íbamos a casa y le dábamos a escoger la locación —explicó y apagó su cigarro a medias—. Casi nadie elegía el dormitorio. La sala y la cocina era lo habitual; ya sabes: sofá de piel o azulejo veneciano. Se lo mamaba a uno mientras el otro la chupaba a ella. Se vaciaba tres o cuatro veces antes de empalarla. Si de verdad le gustaba el invitado, se inclinaba hacia delante y me pedía que la penetrara de pie para que el otro acabara en su boca. Y eso no quiere decir que le diera respiro —Edgar comenzó a mover las manos mientras hablaba—: lo enderezaba de inmediato, me sacaba de ella y se le encimaba al muchacho hasta metérselo hasta el fondo. En ese caso debía embarrarle las nalgas de aceite y entrar por el culo. Quedábamos empalmados igual que un III romano y, como si nos guiara con la mente, nos sincronizaba para mecerla de buena manera.
Levanté la vista y ahí estaba Izaguirre, siguiendo la conversación muy atento. Me había terminado el trago y pegué en la barra con el vaso para ordenar el siguiente. Pensé en ofrecerle alguna palabra de aliento a Edgar, pero seguía imaginando a su mujer.
Encendí un cigarro cuando Izaguirre regresó con el whisky.
—Entiendo que eran felices, ¿cierto? —pregunté.
—¡Desde luego!
Edgar estiró su mano hasta mis cigarros y tomó uno. Esperó a que se lo encendiera y continuó:
—Durante los últimos meses estuvo algo rara. Era normal que habláramos de nuestras inquietudes, así que la encaré. Respondió que aquello de la D. P. ya no era suficiente.
—¿Qué necesitaba? —preguntó Izaguirre— ¿Un camión de granaderos?
—¿Les dicen algo las siglas T. P.?
—¿Tiempo Perdido? —especulé.
—Triple Penetración —corrigió y bebió el resto de su trago —. Lo discutimos durante algunas semanas y al final decidimos aventurarnos un jueves, justo cuando yo regresara de un viaje de negocios.
—La muy puta… —dije.
—Así fue —respondió Edgar—: regresé a casa antes de lo estimado y la encontré con tres chicos en mi cama: “culo, coño y belfos”, dirían los españoles. La cabrona me engañó, me excluyó por completo…
Edgar comenzó a llorar otra vez mientras su cigarro se consumía en el cenicero.
¿Por qué la gente que no fuma enciende cigarros?
Izaguirre se acercó con otro vaso de bebida azul y se lo ofreció.
—Luego supe que tenía seis meses de práctica… Miré cómo la trituraban en turba, cubierta ya de semen seco, sin que ella perdiera el ritmo de su lengua ¡Y me excluyó! ¿Lo pueden creer? —preguntaba entre lágrimas y nos miraba sin observarnos— ¡La cabrona se ahogaba de placer y me excluyó!
Izaguirre limpió el cenicero y nos dio la espalda; volvió a lo suyo de limpiar vasos, revisar las cuentas.
Edgar perdió la mirada en el azul de su coctel.
No dije más.
Encendí otro cigarro y me los guardé.
Edgar tomó una servilleta y se limpió la nariz; y sin más, sacó su cartera y arrojó lo de su cuenta sobre la barra.
—Que pasen buenas noches —dijo y se levantó.
Lo escuché sollozar un poco, antes de desaparecer por la puerta.
Terminé el whisky en silencio y el buen Izaguirre se acercó con el siguiente; luego retiró la bebida azul de Edgar y la vació en el fregadero.
Miré el color ámbar de mi bebida y reflexioné un poco.
Es cierto: el whisky es un trago conservador.
Adolfo Vergara Trujillo (Ciudad de México, 1975) es autor del libro de cuentos Freak
Es bueno verte por aquí, reí a carcajadas con eso de las D.P. y T.P. [A]
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