Nos dispusimos a coger un buen colocón, y Allen y Jack Kerouac, que estaba con él, soltaron un largo discurso, hermoso e inspirado, sobre la poesía y el afán de superación. Jack opinaba, y también Allen por aquel entonces, que uno nunca debía cambiar ni reescribir nada porque el primer impulso de la inspiración era el mejor, tanto en la vida como en la poesía. Era evidente que Jack vivía de ese modo. Cogió mis cuadernos de poesía y se puso a eliminar las correcciones, recitando los irregulares versos originales, convirtiendo en algo hermoso las pausas e imperfecciones mientras nos poníamos cada vez más ciegos.
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