El hombre es un animal enfermo.
La conciencia es una enfermedad.
Miguel de Unamuno.
Me desperté a las 7:30 A.M., desayuné en la cocina leyendo el periódico, cogí la bolsa de la basura y salí de casa a pasear con los perros.
Al acercarme al contenedor, junto a la iglesia, y levantar la tapa para arrojar la basura, los escuché: allí estaban, al fondo, en una bolsa cerrada de plástico, maullando desesperadamente y moviéndose en su interior.
Debía haber al menos cuatro.
Cerré la tapa espantado.
Durante el paseo con los perros pensé en lo que hacer, si sacarlos de allí, del contenedor, de la bolsa, si llevarlos a casa, si matarlos yo mismo...
Cualquier cosa antes que dejarlos morir de aquella manera.
Pero no tuve valor para hacerlo.
Se lo dije a mi mujer al volver a casa, pero ella insistió en dejarlos allí.
No debemos tocarlos, dijo, no son nuestros, no podemos criarlos y matarlos sería también otra crueldad.
Intenté olvidarme de ellos.
Pasó el día, un día de verano caluroso y ardiente, asfixiante, comí y dormí la siesta, trabajé un rato en mi despacho y al salir otra vez con los perros y pasar junto al contenedor, los volví a escuchar.
Su maullido angustiado y profundo.
Pasé de largo e intenté, de nuevo, olvidarme de ellos.
Pero a la mañana siguiente, al ir otra vez a arrojar la basura, volví a escucharlos al fondo del contenedor, sepultados ya entre otras bolsas, y sentí estremecimiento y rabia.
No debían haberlos dejado allí. Debían haberlos matado al nacer, pero no debían haberlos dejado allí, en el contenedor, cociéndose al sol lentamente, soportando entre los desechos aquella agonía.
Los volví a escuchar, cada vez más débiles, por la noche y a la mañana siguiente, ya casi repleto el contenedor de bolsas.
Llevaban dentro tres días.
Por la tarde, sobre las nueve, cuando en el horizonte el sol comenzaba a extinguirse, apareció por fin el camión de la basura y volcó en su interior la carga del contenedor.
Sólo entonces pude respirar tranquilo.
No volveré a escucharlos, pensé.
Pero me equivocaba.
Siguen ahí.
Aún los sigo oyendo... moviéndose, agonizando, maullando...
Siguen ahí dentro encerrados... asfixiándose... y no logro sacármelos de la cabeza...
Miau...miau...miau...Al acercarme al contenedor, junto a la iglesia, y levantar la tapa para arrojar la basura, los escuché: allí estaban, al fondo, en una bolsa cerrada de plástico, maullando desesperadamente y moviéndose en su interior.
Debía haber al menos cuatro.
Cerré la tapa espantado.
Durante el paseo con los perros pensé en lo que hacer, si sacarlos de allí, del contenedor, de la bolsa, si llevarlos a casa, si matarlos yo mismo...
Cualquier cosa antes que dejarlos morir de aquella manera.
Pero no tuve valor para hacerlo.
Se lo dije a mi mujer al volver a casa, pero ella insistió en dejarlos allí.
No debemos tocarlos, dijo, no son nuestros, no podemos criarlos y matarlos sería también otra crueldad.
Intenté olvidarme de ellos.
Pasó el día, un día de verano caluroso y ardiente, asfixiante, comí y dormí la siesta, trabajé un rato en mi despacho y al salir otra vez con los perros y pasar junto al contenedor, los volví a escuchar.
Su maullido angustiado y profundo.
Pasé de largo e intenté, de nuevo, olvidarme de ellos.
Pero a la mañana siguiente, al ir otra vez a arrojar la basura, volví a escucharlos al fondo del contenedor, sepultados ya entre otras bolsas, y sentí estremecimiento y rabia.
No debían haberlos dejado allí. Debían haberlos matado al nacer, pero no debían haberlos dejado allí, en el contenedor, cociéndose al sol lentamente, soportando entre los desechos aquella agonía.
Los volví a escuchar, cada vez más débiles, por la noche y a la mañana siguiente, ya casi repleto el contenedor de bolsas.
Llevaban dentro tres días.
Por la tarde, sobre las nueve, cuando en el horizonte el sol comenzaba a extinguirse, apareció por fin el camión de la basura y volcó en su interior la carga del contenedor.
Sólo entonces pude respirar tranquilo.
No volveré a escucharlos, pensé.
Pero me equivocaba.
Siguen ahí.
Aún los sigo oyendo... moviéndose, agonizando, maullando...
Siguen ahí dentro encerrados... asfixiándose... y no logro sacármelos de la cabeza...
Vicente Muñoz Álvarez, de El merodeador ( Baile del sol, 2007 ).
Ilustración: Toño Benavides.
Accede al primer capítulo pinchando aquí.
Este es uno de los capítulos más estremecedores de tu libro. Ya te lo dije, no? Pues eso. Y mi amor.
ResponderEliminargracias & gracias, Lu... por existir en la Tierra...v.
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