Por las calles de la ciudad, desde entonces
más de una vez nos hemos cruzado.
Hace 10 años hablé de él en un poema.
Me llamaba la atención: un viejo
elegante, perilla blanca, gorro escocés,
gafas de sol, relucientes zapatos (felinos
zapatos, escribí), siempre solo, siempre
sentado en el mismo banco del paseo.
Un poema que intentaba capturar el espíritu
de Cesare Pavese con los solitarios: un viejo
solo, un poeta suicida al que ya nadie lee.
El libro de poemas duerme en un cajón.
Convocado por el ayuntamiento de la ciudad
gané un segundo premio. Conservo el recorte
del periódico local donde el político de la cosa
de cultura afirma –vísperas de elecciones-
que generosos, no estaba en las bases,
publicarán también el segundo premio.
Las elecciones y el tiempo pasaron. Fui a visitar
al político. Lo estaban estudiando. Me llamaría.
Han pasado 10 años. El político perdura
en el ayuntamiento. Muchas palabras escritas
y ninguna impresa entre aquel poema y éste.
Convocado por el ayuntamiento de la ciudad
gané un segundo premio. Conservo el recorte
del periódico local donde el político de la cosa
de cultura afirma –vísperas de elecciones-
que generosos, no estaba en las bases,
publicarán también el segundo premio.
Las elecciones y el tiempo pasaron. Fui a visitar
al político. Lo estaban estudiando. Me llamaría.
Han pasado 10 años. El político perdura
en el ayuntamiento. Muchas palabras escritas
y ninguna impresa entre aquel poema y éste.
Soy consciente de que nos hemos cruzado
otras veces. Pero esta semana, de arriba
abajo, un escalofrío se adentró en mi cuerpo
al bajar deprisa por las baldosas del paseo,
una sacudida eléctrica al encontrarme
de nuevo al viejo elegante en el mismo banco,
las mismas gafas de sol tras el atardecer.
Como ver a un fantasma, sentir una grieta
en el tiempo por la que se filtrara el pulso
de todos los esfuerzos inútiles. Seguramente
mi físico ha cambiado más que el suyo,
ya no soy aquel chico atormentado de 23 años
lleno de libros y sueños –o quizás sí, con 33-.
otras veces. Pero esta semana, de arriba
abajo, un escalofrío se adentró en mi cuerpo
al bajar deprisa por las baldosas del paseo,
una sacudida eléctrica al encontrarme
de nuevo al viejo elegante en el mismo banco,
las mismas gafas de sol tras el atardecer.
Como ver a un fantasma, sentir una grieta
en el tiempo por la que se filtrara el pulso
de todos los esfuerzos inútiles. Seguramente
mi físico ha cambiado más que el suyo,
ya no soy aquel chico atormentado de 23 años
lleno de libros y sueños –o quizás sí, con 33-.
Inmóvil escena repetida, todo igual
salvo por un detalle: ahora el viejo
elegante de la perilla nevada sostiene
junto a su banco la correa de un pequeño
perro. Ha encontrado un mecanismo
para mitigar la soledad.
salvo por un detalle: ahora el viejo
elegante de la perilla nevada sostiene
junto a su banco la correa de un pequeño
perro. Ha encontrado un mecanismo
para mitigar la soledad.
Saltándome la palidez primera y brusca
del eterno retorno (vendrá la muerte y tendrá
tus ojos, que diría Pavese) prefiero pensar,
volviendo sobre lo expuesto con más calma,
que tras una década ambos seguimos en pie,
el viejo y yo, ambos seguimos mejorando,
y puede que a los 43 años el político
haya desaparecido del ayuntamiento y yo
estaré aquí escribiendo poemas, y desearía
que el viejo elegante siguiese en el paseo
con su pequeño perro, sentado en el banco.
Un buen banco, me gusta, me imagino
en él leyendo un libro. Yo no tengo perro.
del eterno retorno (vendrá la muerte y tendrá
tus ojos, que diría Pavese) prefiero pensar,
volviendo sobre lo expuesto con más calma,
que tras una década ambos seguimos en pie,
el viejo y yo, ambos seguimos mejorando,
y puede que a los 43 años el político
haya desaparecido del ayuntamiento y yo
estaré aquí escribiendo poemas, y desearía
que el viejo elegante siguiese en el paseo
con su pequeño perro, sentado en el banco.
Un buen banco, me gusta, me imagino
en él leyendo un libro. Yo no tengo perro.
17-4-08
David Pérez Vega, del poemario inédito El calvo de Sonora.
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