lunes, 25 de agosto de 2014

DINERO por Pepe Pereza.




El taxi la dejó delante de una gran verja metálica custodiada por dos columnas griegas. Entre los barrotes del enrejado podía verse un camino de grava y al fondo un palacete de tres plantas estilo Victoriano rodeado de jardines. Sin duda era la casa de alguien que disponía de demasiado dinero. La Madame le había facilitado esa dirección junto con unas detalladas instrucciones que debía seguir al pie de la letra. A cambio recibiría una buena cantidad de dinero. Llamó al timbre y esperó. El interfono proyectó una voz metálica.

- ¿Qué desea?
- Me manda la agencia.

La verja se abrió. Caminando por encima de la grava se alegró de no llevar sus zapatos de tacón, que era lo habitual en ese tipo de citas. En esa ocasión calzaba unas cómodas zapatillas de deporte. La Madame le había pedido que se vistiese de sport y que no se maquillase. Por otro lado, la falta de maquillaje y de un vestido provocativo donde escudarse la hacían sentirse más expuesta. Algo así como un súper héroe sin disfraz. Llegó a la puerta de entrada y se la encontró abierta. Entró. El recibidor era inmenso, con una gran escalera de mármol en el centro que llevaba a las plantas superiores. De pronto un berrido llegó desde el primer piso. Rebotó en las paredes abovedadas como una pelota de goma. Ella se asustó. De hecho, estuvo a punto de abandonar la casa, pero la cifra que le habían prometido la hizo ser valiente. Subió las escaleras. Guiándose por el sonido del llanto llegó hasta una de las habitaciones que estaba al fondo del pasillo. Se armó de valor y entró. Era el cuarto de un bebé. En las paredes habían pintado un fondo marino con todo tipo de peces y crustáceos. Del techo colgaban estrellas y cometas. Una pila de juguetes y peluches se amontonaban en un rincón. En el centro de la habitación había una cuna más grande de lo normal. Los lloros venían de ahí. Se acercó tímidamente. Dentro vio a un anciano vestido únicamente con un pañal. Lloraba y pataleaba como si fuera un bebé. Ya estaba avisada. Aun así, aquello le pareció de lo más estrafalario. Para darse ánimos pensó en todo el dinero que iba a cobrar. El hombre siguió berreando y a ella no se le ocurrió nada para calmarle. La extraña situación la dejó momentáneamente bloqueada. El viejo intensificó el volumen de sus lloros. Si fuese un bebé de verdad ¿qué es lo que haría? Lo cogería en brazos y lo acunaría. Dado que no se le ocurría otra cosa, decidió intentarlo. El abuelo era menudo, aun así tuvo que hacer acopio de todas sus fuerzas para levantarlo de la cuna. En cuanto lo sentó sobre sus rodillas el viejales dejó de llorar. Lo apretó suavemente contra el pecho y le susurró cosas bonitas. Él emitió una especie de ronroneo y con la boca buscó uno de sus senos. Piensa en el dinero, se dijo. Se abrió la camisa y se apartó el sujetador para que pudiese chupar del pezón. La escena era ridícula. ¿Qué pensarían de ella sus seres queridos si la vieran en esos momentos? Por muy absurda que fuera la situación lo prefería a tener que fichar en una oficina cualquiera. Además estaba el dinero que ganaba. En su trabajo cuanto más extravagante era la tarea, más se cobraba. Al cabo de unos minutos el anciano dejó de mamar y adoptó cierta rigidez. La cara se le congestionó y se puso rojo como un tomate. En principio ella pensó en un ataque al corazón y llegó a preocuparse. Luego, al notar el desagradable hedor comprendió que el viejo en vez de morirse lo que estaba haciendo era cagarse. También en eso estaba avisada. Dinero. Kilos de dinero. Toneladas de billetes. Los vio cayendo sobre ella. Todo un chaparrón de billetes. Cargó con él hasta una mesa y lo dejó encima. En uno de los armarios encontró todo lo necesario para el aseo: pañales, toallitas húmedas, esponja, gel, polvos de talco, palangana... Lo único que necesitaba era agua caliente. El baño estaba detrás de una de las puertas. Llenó la palangana con agua templada y regresó junto al viejo. El olor a mierda llenaba la estancia. Dejó el agua sobre la mesa. Se situó frente a él y se dispuso a cambiarle el pañal. Le hizo subir las piernas y extendió una toalla debajo. Luego, despegó las tiras adhesivas del pañal. Sintió el tufo golpeando su nariz y contuvo el aliento. La mayor parte de las heces estaban pegadas al pañal. Lo apartó con cuidado de no mancharse las manos y lo arrojó a una papelera. Mojó la esponja en la palangana y limpió los restos. Cuando terminó, secó la zona y le aplicó polvos de talco. El abuelo metido en su papel de querubín pataleó alegremente con su badajo colgando. En un momento dado aflojó su vejiga y dejó salir un chorro de orina que los mojó a ambos. En eso no estaba avisada. Regresó al baño y sustituyo el agua sucia por limpia.
Por fin pudo ponerle el pañal. Lo cogió en brazos, lo llevó hasta la cuna y lo acostó. El anciano se puso a llorar. Odiaba ese llanto, la sacaba de quicio. Pensó en qué hacer para que se callase. Entonces se sorprendió a sí misma entonando una nana. Al principio solo fue un susurro, pero al ver que él enmudecía, ganó confianza y subió el tono. Tenía una voz preciosa. Todo el mundo se lo decía.

No podía dormir.
Me asomé a la ventana.
Estaba la noche friolenta
tejiendo estrellas de lana…

Era como escuchar a un ángel. Cada nota que salía de su garganta era un sonido único, maravilloso.

…Estaban todas prolijitas
en punto “santa clara”.
La luna ovillo le prestaba
sus hebras color de plata
y el viento atrevido en las
sombras las enredaba…

Poco a poco el anciano fue quedándose dormido.

…El sueño cerraba mis ojos.
Me despedí de la ventana
y me quedé pronto dormida
contando estrellas de lana.

Terminó la estrofa y respiró aliviada. Su trabajo estaba hecho. Había seguido todas las indicaciones al pie de la letra y ya podía irse. Antes pasó por el cuarto de baño para limpiar en la medida de lo posible el orín de la camisa. Cuando estaba en ello, un mayordomo se asomó desde la puerta. Su presencia la asustó. Pensaba que en la casa solo estaba el viejales. El sirviente se apresuró a calmarla ofreciéndole una sudadera limpia, gesto que ella agradeció con una sonrisa.

- Me he tomado la libertad de pedirle un taxi. Le espera en la entrada.
- Gracias.
- Por cierto, en el aparador del recibidor le han dejado un sobre.


Dicho esto, el sirviente hizo una ligera inclinación y subió por las escaleras que llevaban al segundo piso. Efectivamente, encima del aparador había un sobre. Lo abrió y vio el dinero. Mucho más de lo que le habían prometido. Lo metió en su bolso y salió de la casa.


Pepe Pereza, de Esquinas (Lupercalia, 2013).

Ilustración by Bruno G.Valencia.



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