martes, 29 de julio de 2014

TRES VISITANTES por Iván Rojo.


El ahogado llegó al amanecer, vomitado por un mar tranquilo, justo cuando acababa de lanzar el sedal y plantar la caña.
Fue Perro el primero en verlo a través de la bruma de enero.
Tan discreto como siempre, no emitió ni un ladrido.
Se metió corriendo en el agua y lo arrastró hasta la orilla.
Juntos lo observamos un rato.
Era un hombre joven y azul. Aún no estaba muy deshecho.
Salvo por los ojos turbios, impenetrables como esas nubes de tormenta, digamos que todavía se parecía a quien debía de haber sido.
Sin el menor atisbo de aprensión, lo cual me sorprendió un poco, revolví en los bolsillos de su anorak. Después en los de sus pantalones.
Nada. Solo agua gris, arena y puñados de tiempo perdido, ligerísimo y casi invisible.
Bueno, había también un cangrejo del tamaño de una moneda y de un intenso color naranja. Un viajero a lomos de la muerte.
Lo sostuve un momento en la mano, sus patas nerviosas arañando levemente la piel de mi palma.
Pensé en devolverlo al mar, pero no: lo acerqué al morro de Perro.
Un veloz lametazo de su lengua rosa y cálida, humeante, lo hizo desaparecer.
Oí el crujido del bicho entre sus dientes. Sonaba como pasos en la gravilla.
Y con Perro a mi izquierda eché a andar por la playa para avisar a las autoridades.
Solamente me volví una vez.
El muerto seguía allí, claro, mecido por las pequeñas olas, al pie de la caña de pescar.
Su arco me recordó, vagamente, a la hoja de una guadaña.
Las gaviotas, poco a poco, se arremolinaban en el cielo.
Esa noche me dormí enseguida, aplastado por un cansancio desconocido, innegociable.
Pero desperté en plena madrugada, lleno de ganas de verte. Te habías colado en mi sueño, en mi cerebro. En mi vida. Te habías colado aquí sin permiso. Igual que el muerto, igual que el cangrejo.
Por eso te escribí ese e-mail a las 04:11, en el que no te contaba nada de esto. Nunca contestaste. Espero que no estés azul.

Iván Rojo


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