jueves, 6 de diciembre de 2012

LA CARNE NO ESTÁ EN VENTA: White Rabbit.


Estuvo buscando durante más de diez minutos una canción que se equiparara a su estado de ánimo. Ramón era extremadamente sensible y necesitaba desquitarse de sus sentimentalismos con ayuda de la música. Aquella mañana se sentía perdido pero un extraño sentimiento de libertad se apoderó de él. La carretera estaba vacía. Tan solo algún vehículo despistado le adelantaba a velocidades desorbitadas. La gente huía hacia la boca del lobo. En todas partes la infección estaba comenzando a hacer temblar la tierra. El mundo se estaba convirtiendo en un decorado fantasmagórico. Incluso el cielo pareció adoptar un azul menos intenso, casi grisáceo y el sol, una inmensa bola de fuego amenazante a punto de escupir su ira contra los habitantes del planeta Tierra.

‘She’s a Lady’ de Tom Jones escupió un poco de optimismo dentro del Dodge. Ramón seguía el ritmo moviendo los dedos encima del volante. Lucifer, a dos patas, trataba de atisbar cualquier cosa que aconteciera en aquel aburrido paisaje. La B20 se había convertido en una interminable serpiente de piel viscosa y curvas poco pronunciadas. El aire entraba dentro del coche como el gas que sale de una lata de cerveza. La tonelada y media de metal, piel y neumático rodaban por la autovía como una alfombra mágica, acercándose cada vez más a un destino incierto. La Remington 105 descansaba en el asiento trasero con dos cartuchos en la recamara lista para exhalar algo de fuego purificador. La invasión zombi estaba calando demasiado hondo. El mundo se pudría como el mismísimo infierno.

El vehículo pasó por debajo de un enorme rotulo que abarcaba todo el ancho de la calzada como si fuese la boca de un lobo de proporciones descomunales. Tarragona 21 kilómetros.

-Ya casi estamos llegando Lucifer.

El gato pareció asentir con un pequeño maullido. El animal se sentía saciado después del atracón de leche que se había dado en la gasolinera. Hacía más de veinticuatro horas que no probaba un solo bocado de comida para gatos y la verdad, se sentía muy agradecido. La invasión zombi le estaba beneficiando. Y de qué manera.

Ramón apretaba el acelerador sin importarle los pequeños carteles que se encontraba en el lateral derecho de la autovía. No se dio cuenta de que acababa de pasar una enorme placa de color azul que le indicaba que la Base Aérea de Reus estaba a cuatro kilómetros de su posición. Encendió un cigarrillo y bajó la ventanilla. Dejó el encendedor en la guantera y frenó en seco girando el volante hacia la izquierda para no darse de bruces con un zombi vestido con uniforme militar que se tambaleaba en el centro de la calzada. Tiró el cigarrillo por la ventanilla y subió el cristal haciendo girar la manivela con suma rapidez.

El zombi vio al Dodge y se aproximó lentamente, con los brazos estirados, como Boris Karloff en La Momia. Totalmente fascinado por lo que sus ojos blancuzcos estaban divisando. Ramón puso punto muerto y vio como la figura se acercaba a paso extremadamente lento. Durante un momento pensó como podía haber llegado aquel muerto hasta allí. Bajó del coche y abrió el maletero. Sacó el bate de beisbol y sin contemplaciones se acercó al muerto y le reventó la cabeza. El zombi cayó al suelo tiñendo el asfalto de sangre. La mancha comenzó a expandirse como un mar de lágrimas en una película de vampiros adolescentes. Ramón cogió al muerto por los pies y lo dejó en el arcén como un cadáver de mapache. Subió al coche, giró la ruedecita del control del volumen de la radio y puso primera.

‘White Rabbit’ de los Jefferson Airplane comenzó a besarle detrás del oído.


Los golpes en la persiana eran cada vez más molestos. Sandra sacó la cabeza por la ventana rota y pudo contar casi treinta muertos.

-Cada vez hay más. –dijo con el semblante algo preocupado.

-Ya queda poco señorita. En menos de una hora el camión estará listo para aplastar cabezas de zombi. –Pericles estaba apoyado en el marco de la puerta, con las manos en el bolsillo y una ceja ligeramente enarcada, en un intento de emular a Roger Moore. Al griego le encantaban las películas de 007.

Ligar siempre se le había dado bastante mal y era totalmente consciente de sus carencias. Siempre encontraba el momento para hacer el ridículo ante una dama. Sandra pasó por su lado con una mueca de desconcierto.

En el interior del garaje el ruido era ensordecedor. La música de los AC/DC junto con el sonido de los taladros, mazos y lijadoras convirtió aquel taller en una granja de estallidos sonoros que nada tenía que envidiar a un episodio de American Choppers. Liliana, en el interior del remolque estaba soldando asientos de autocar en el suelo y colocando unas bridas metálicas a modo de sujeción para que no se despegaran del suelo. Alberto, de mala gana, estaba ultimando la conexión de los altavoces gigantes con la batería del camión mientras Jeremías, subido en el techo del remolque probaba la sujeción de las escaleras de piscina que había atornillado de nuevo con un destornillador eléctrico. El trabajo de Enrique sin ningún tipo de dudas era sublime, pero le faltó asegurar algunas piezas. Este revisaba el motor con extremada precisión. No era cuestión de quedarse tirado en medio de un atolladero de zombis. Subió a la cabina y arrancó el motor. El indicador de gasolina indicaba que tenía más de la mitad del depósito lleno. Podrían recorrer un buen tramo sin necesidad de detenerse. Volvió a girar la llave del contacto y cesó el ronroneo del motor. El medio mêlée bajó de la cabina y entró en el remolque. No pudo evitar fijar su vista en el trasero de la rubia.

-¿Qué tal? ¿Cómo lo llevas?

-Esto casi está. Creo que en media hora podremos pirarnos. Los zombis me están poniendo nerviosa.

-Bueno, a mí también.

-Me apetece sacar a pasear a ‘la impaciente’.

-¿Has pensado algún punto de destino?

-La mayoría de nosotros somos de Barcelona.

Enrique asintió con la cabeza y bajó de un salto con sus piernas como leños. Los altavoces estaban instalados y presurizados en la pared del remolque, cubiertos por una fina tapa de metal llena de agujeros para evitar cualquier golpe. Enrique miró el reloj que aprisionaba su muñeca.

Llegaba la hora de volver a su casa. O al menos, eso era lo que él pensaba.


Ricard Millás, de La carne no está en venta.

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