viernes, 9 de marzo de 2012

YA HEMOS PUESTO 'LA BOMBA'


YA HEMOS PUESTO LA BOMBA. En Borraska. 'La bomba', de Josu Arteaga. Una macarrada, una salvajada... La continuación de 'El bombo', el aclamado cuento de Josu en Simpatia Por El Relato. Un relato que lo peta y que vuela por los aires, a la espera de algún rezagado, este número especial La vida AG (antes de Google) del ciberfanzine de literatura subterránea. Muchas gracias a todos, amigos. 



LA BOMBA. Josu Arteaga

Mi nombre no importa. Me llaman Jhonny. Soy hijo de un camionero navarro y de una extremeña. Mi viejo, que se ha pasado la vida entre Bilbao y Alemania, era un señor que me traía llaveros con luces y pósteres de equipos de fútbol y que me decía que estudiase y todas esas mierdas que deben decir los padres normales. Mi amatxu se cansó de Badajoz y de tener que besar las almorranas del señorito y ya en Bilbao se casó, fregó escaleras, limpió casas, parió dos hijos y puso las fotos de Txiki y Otaegui sobre los tres colores en el recibidor. Txiki era extremeño como ella. Cuando lo mataron lloró como si fuese carne de su carne. Eso decía.

Ella decía que en Euskadi se podía mirar al poderoso a los ojos. Tratarle de tú a tú. Mi madre era la mujer más fuerte del mundo con sus escasos metro sesenta. Tenía un bonito pelo negro y unos ojos más negros aun, además de dos pasiones: Los toros y el Athletic. Bragados, zainos y azabaches los unos y rojiblancos los otros. Disfrutaba del toro cuando volteaba al torero y la cuadrilla lo sacaba con el escroto descosido, camino de la enfermería. Al Athletic nunca le falto una vela los días de partido, al igual que cuando mi hermano y yo teníamos exámenes. Pero los leones necesitan cirios como morcillas de Burgos para ganar un partido y el único examen que aprobé en mi vida fue el de conducir. La teoría a la sexta y la práctica a la tercera. Una vergüenza para mi aita.

Mi vieja peleó como una jabata por nosotros. Ella fue rebajando sus pretensiones con los años. Al principio quería que estudiáramos una carrera para entrar en el banco de Vizcaya. Luego efepedos para a ver si entrábamos en altoshornos. En aquellos años todavía se podía aspirar a trabajar, aunque los de Euskalduna acababan de perder la primera de las batallas. Luego se conformaba con que estudiásemos mecanografía y euskera, para ser bedeles en un ayuntamiento. Pero tampoco. Nunca conseguí teclear con más de un dedo en aquella vieja Adler, que imprimía la k un poco por encima de las demás letras y las clases en aek se me pasaron fumando porros, del tamaño de la tabla del nor nori nork.

Un día pulí la máquina de escribir al Pelukas por dos talegos y mi vieja, la pobre, empezó entonces con la cantinela del graduado escolar en la escuela de adultos. Pero qué ostias. Lo que no puede ser no puede ser. Salimos vagos y torcidos y mi hermano y el menda nos hicimos aguadores. Cubríamos la calle mientras la peña hacía sus bisnes bajo los arcos de la Kultur. Allí aparecían los camellos y una legión de espantapájaros, intentando que al andar no se les saliesen los huesos de las junturas. Si veíamos algún julai con pinta de txakurra, dábamos el queo y aquellos yonkis de vida al ralentí, aceleraban el paso, se deshacían de la papela y aparentaban ser catequistas en recogimiento espiritual. (...)
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