jueves, 4 de agosto de 2011

DIECISEIS BORRACHAS EN EL COFRE DEL MUERTO


Volví a buscarla la noche siguiente, y la otra, dejé de recorrer los sex-shop y de cantar en el metro, la acompañé bajo los puentes, a los descampados, se la metí por detrás mientras nos calentábamos en una fogata dentro de una casa en ruinas y dieciseis borrachas en el cofre del muerto se retiraban las telarañas de su coño, acaricié la cicatriz de su cabeza en un coche abandonado mientras le introducía un dedo de la otra mano en el culo y escarbaba toda su mierda acumulada en las tripas, mientras la oía gritar y cagarse en su padre, que la violaba con una botella de Ricard cuando solo tenía diez años, o tirarse pedos en la boca de su madre, que la quemaba con cigarrillos Gaulois para que amara ese dolor más que el de la polla paterna desgarrándole su ano núbil, la hice tragar fuego y lefa cada noche, hasta que pude conocer cada rincón de su interior, hasta que comprendí que, en realidad, la sangre con la que había pintado las paredes de sus cuevas era igual a la mía, a la de cualquier ser humano, la amé hasta que no pude más, hasta que no pude enfangarme más, hasta que supe que debía de guardar algo de luz y de calor para mí, hasta que aprendí a amarme otra vez a mí mismo, y solo entonces la abandoné como a una perra vagabunda, después de haberle pasado la mano por el lomo, quizás ahora Juliette tenga otra cicatriz en la cabeza, como la que se hizo arrojándose desde un puente cuando otro devoró también su corazón como si fuera un plato caliente, solo para no morirse de hambre y de frío. Y tuve mucho miedo, todavía lo tengo, incluso aunque me encuentre a miles de kilómetros de París, en Bangkok, en Manila, en México DF, de que sus ojos como lanzallamas vuelvan a buscarme, entre la multitud, para convertirme en ceniza.


Fragmento de ¡Oh, Janis, mi dulce y sucia Janis!, de Patxi Irurzun (Eutelequia, 2011)

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