martes, 15 de junio de 2010

ACANTILADOS DE HOWTH by David Pérez Vega.


Pensamos que debíamos dejar la ETT el día en que nos envió a Andrés y a mí a limpiar un matadero en Maynooth, a casi una hora en coche de Dublín. Teníamos que levantarnos a las cinco de la mañana para coger la furgoneta del matadero que nos recogía en O´Connell Street, luego dormitábamos unos tres cuartos de hora hasta el almacén de exterminio de ganado.


Trabajaban toda la noche cortando carne, principalmente inmigrantes del Este, y a las siete llegábamos los españoles e italianos de la ETT para limpiarlo todo con mangueras a presión. El primer día que entré en aquel hangar siniestro pensé que me iba a ser imposible no vomitar. Con su olor a naftalina y sangre, contemplé las piezas de carne colgando. Lo único que me reconfortaba era recordar un relato de Bukowski (autor que había conocido por entonces gracias a Andrés), donde el protagonista entra a trabajar también en un matadero. Pero él no trabajaba en la limpieza, sino acarreando pesadas piezas de carne desde los ganchos a los camiones, un trabajo que simplemente me hubiera negado a hacer. No se me caían los anillos por limpiar oficinas o perolas llenas de grasa en una cocina, pero la visión de la carne despedazada era superior a mis fuerzas. Me repugnaba, incluso, cuando en casa mi madre preparaba los filetes y los manipulaba crudos. Me agobiaba, me recordaba a mis crisis adolescentes sobre la muerte, el dolor y lo absurdo e improvisado de la vida. Éramos seres de manos con cinco dedos, ¿por qué no seis, u ocho?

David Pérez Vega, de Acantilados de Howth (Baile del sol, 2010).
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