lunes, 28 de abril de 2008

Un viejo librero. Martín Roldán Ruiz


Antes de entrar a la primaria, estando aún en el Jardín de la infancia, me propuse demostrarle a mi vieja que ya sabía leer. Lo hice leyéndole una de esas tiras que sacaba el diario Última Hora, titulada Chabuca. Es el recuerdo más lejano que tengo de mi afición por la lectura, que se dio, creo yo, como algo natural.

Mi afición por los libros, en cambio, fue un proceso que se inició con esa famosa enciclopedia Temática en cuyos tomos sobre los dinosaurios, los planetas y sobre todo la Segunda Guerra Mundial, se despertó mi curiosidad y el placer de leer. Posteriormente llegaron los libros sobre ovnis, comics como Condorito, la revista de fútbol Ovación, cuentos de Terror, revistas rockeras como Averock y Esquina. Paralelamente llegaron libros de literatura peruana y universal.

Debo incluir, también, las cachondas revistas que leíamos a escondidas como La Cotorra Jodona y Cosquilla, que entre risa y risa nos empujaba a las ahora pudorosas revistas Zeta, donde aprendimos a reconocer el gusto muy peruano por lo voluptuoso. No puedo dejar de mencionar, también, a las SPH (Solo Para Hombres) o TKCH (obvio) que si tenían algo para leer, nos interesaba solamente en la medida que nos explicará las malabaristas poses sexuales que copaban sus páginas. Recuerdo que en el colegio las alquilaban con el marketero e infalible slogan de: “A cincuenta centavos te rompes el ojo”.

Pero muy aparte de todo esto, tengo un recuerdo muy cercano por una persona que influenció mucho en un tema que me apasiona y que forjó mi inclusión a los libros de historia.

La avenida Venezuela de Breña, en los años ochenta, era una calle copada por puestos donde vendían ropa y toda clase de chucherías. En las noches los faroles de kerosene iluminaban las calles de mi infancia, en una perpetua feria. Siempre hasta las ocho de la noche, hora en que los ambulantes se retiraban dejando unas veredas vacías y tristes, como una tarde de viernes santo. En medio de esos puestos un señor vendía libros y enciclopedias de todo tipo y temas.

Resaltaba con su pequeño puesto, en medio de casacas y pantalones, no solamente por vender libros, sino también por su aspecto sobrio y elegante, de personaje de novela existencialista. Siempre de terno oscuro, con chalequito, camisa blanca y corbata bien anudada. Recuerdo sus zapatones, de modelo antiguo, muy viejos, pero siempre bien lustrados y brillantes. Invierno o verano, su indumentaria era la misma.

Si alguien se acercaba a indagar por algún libro, le exponía el contenido con bastante autoridad. Y más si se traba de la Segunda Guerra Mundial. Ayudado por unas cartulinas, donde él mismo dibujaba a los personajes o los hechos históricos, daba cuenta de los temas que encontrarías en tal o cual libro. El ascenso al poder de Hitler, el problema de los Sudetes checoslovacos, el Anschluss con Austria, el ataque a Polonia, Dunkerke, la caída de París, el plan Barba roja contra la URSS, el exterminio judío, La batalla de Inglaterra, Stalingrado, la toma de Sebastopol, Pearl Harbour, El Día D, la caída de Berlín, las bombas sobre Hiroshima y Nakasaki. Tantos que ya no me acuerdo.

Las cartulinas dibujadas al carboncillo, te mostraban parte de esa historia que me apasiona hasta ahora: Hitler con Chamberlain firmando el pacto que entregaba los Sudetes a Alemania, el Acorazado Hindemburg rodeado y hundido por buques ingleses, el perfil de la fabrica Krasny Octiabr (Octubre rojo) de Stalingrado reducida a fierros retorcidos donde resistieron los rusos, los cadáveres de soldados americanos en las playas de Normandía, un soldado soviético izando la bandera roja sobre el Parlamento de Berlín. Aún recuerdo esos dibujos y me imaginó la pasión con que ese librero las elaboró.

Más aún, esa voz tan tranquila que en pocas palabras te transportaba a los hechos que te narraba, como si estuvieras dentro de un tanque T-34, como si fueras un francotirador SS, como si fueras el soldado de la división Gross Deutschhland marchando por París, o como el soviético que ha tomado por enésima vez la cumbre del Mamayev, o el judío próximo a entrar a las cámaras de gas. Yo volaba en mi imaginación, tanto así que lo creí siempre un sobreviviente de campo de concentración. Su talante esmirriado, su cabello corto y lacio, siempre peinado con raya al costado, lo hacían similar al judío que había dibujado en una de sus cartulinas, cuando trataba el capitulo de la Solución final. Quizá era él, siempre me lo pregunte.

De los libros que casi obligué a mi viejo a comprar, obtuve la base que cimentó mi pasión por ese acontecimiento y por la historia en general. Con los años mis inquietudes e intereses fueron ampliándose y pude ver unas cuantas veces más a ese librero, exponiendo sus cartulinas a nuevos y posibles apasionados por la SGM. También, caminando por las calles de Breña, siempre con su terno oscuro, un maletín en la mano, la cabeza gacha como cargando una culpa, y su andar casi chaplinesco. Siempre con los zapatones viejos pero bien lustrados, marca impecable de su distinción. Con el tiempo desapareció con su puesto de la avenida Venezuela... Hasta hace unos días que lo volví a ver.

Habrán pasado quince, veinte años, no lo sé. Lo vi en la esquina de la avenida Venezuela con Fauccet. Como ya no vivo en Breña me dirigía al paradero para tomar la combi que me llevara a mi nuevo barrio. Entonces fue que apareció como un fantasma de los años de mi infancia. La primera impresión fue verlo igual a mis recuerdos: El terno era marrón, la camisa blanca, la corbata bien anudada, el mismo corte de cabello y la misma raya al costado. También llevaba el mismo maletín. Conforme iba acercándome a él, no podía salir de mi asombro, pero ya más cerca pude comprobar que el terno estaba gastado, no llevaba el chalequito, la camisa estaba algo raída en el cuello, y la corbata estaba descolorida. Muchas canas marcaban la raya del peinado. Andaba como buscando algo que había perdido entre la gente, mirando a cada uno que pasaba por su lado.

Al verme, y cuando yo intentaba un saludo, me paralizó con una petición: “Jovencito no tendrá un sol para que me regale, he perdido el único que tenía y tengo que irme hasta la avenida Perú”. Sin salir del asombro, metí la mano al bolsillo y saqué algunas monedas. Se las puse en la mano extendida, él tomó una de un sol y me devolvió las otras mientras me decía: “Muchas gracias, que Dios lo bendiga”. Se dio media vuelta y se fue por la avenida Venezuela, en dirección a Breña.
Antes que se perdiera entre las sombras, pude notar que sus zapatos eran los mismos, pero no estaban lustrados como antes, estaban llenos de tierra, de tanto caminar hacia ninguna parte.

Foto: David G. kelly
http://www.flickr.com/photos/davegkelly/

(Desde Lima, Martín Roldán nos envía este relato. Aprovechamos para darle las gracias por la repercusión que ha dado desde su blog Generación CocheBomba a Hank Over. Hasta pronto)

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