El verano aplasta y entumece.
Quieres dormir. Dormir por las tardes. Dormir a todas horas .Los ojos se te cierran cuando caminas por la avenida al atardecer. Casi no puedes contemplar las palomas muertas del paseo de los plátanos: han caído fulminadas al suelo por efecto de este extraño fuego amarillo que el sol desprende.
Paloma muerta sobre el césped; a esta en concreto vinieron a visitarla los grajos y parece que se llevaban bien, ya se conocían, eran viejos amigos de vuelo. Seguro compartieron alguna nube y estrellas, muchas estrellas mutiladas.
Comprendí el viejo lenguaje de las aves. Los grajos vinieron a comprobar si la paloma aún movía el pico. La besaron en los ojos, esperaron unos instantes, parecían cantar una oración llena de velos blancos, como telas de araña, que salían de sus picos negrísimos. Después se fueron hacia la fuente a refrescar el susto.
Tú no pudiste verlo. Caminabas aletargado en la tarde, cansado y sudoroso. Dormido de pie.
Yo pude percibir este instante, dichoso como ninguno, porque la vida me mantiene alerta y los que amo están muy lejos: allá en el silencio de los trigos o entre la rabia cansada del mar.
Blanco y roto, como el papel de los cuadernos que dejé en blanco.
Así el fundamento de lo no contado, de lo que se esconde en el misterioso azar de la noche más bochornosa de un Julio indeficiente.
El ataque del tiempo, en la calima nocturna, realiza el milagro de sostener partículas de polvo nublando el horizonte.
No veo. No ves. No vemos.
Todo se borra en los barrios pobres repletos de vigas y fachadas huecas.
Escenarios urbanos como teatros vacíos.
Maletas y mujeres, desmayadas en las aceras, huyendo de los bares sin abonar la consumición.
Corro. Corres. Corremos.
En la tremenda avenida, las casas sin cristales se mezclan con el sonido de las motos que pasan y forman un extraño tandem veraniego de vegetación incolora: blanco roto.
Pienso. Piensas. Pensamos.
Entonces ellos comienzan a bailar desparramando el cuerpo sin nostalgia de lo andado.
El tiempo en que vivimos se hermana con este misterioso languidecer de calles y aceras desconchadas y adustas.
Parecemos personajes de una cinta pasada de moda o quizá no, quizá sea una cinta futurista que no llegó a estrenarse en las salas de cine, hoy tan desiertas y casi desaparecidas. Recorremos la ciudad a salto de confusión, desnortados y anacrónicos en nuestro diario deambular.
Tiempo detenido. Stop obligatorio si no fuera por esta maravillosa moda de haber recuperado el cine al aire libre. Sin duda nos retrotrae a los tiempos gloriosos de los titiriteros y artistas ambulantes que plantaban la sábana blanca en las plazas de los pueblos para regocijo de todos. A veces se tomaban la molestia de encalar la pared de la escuela o el frontón, e incluso la corteza de un árbol para proyectar la película.(Yo nunca tuve pueblo pero me lo contaron)
Nunca fuimos de sentarnos en la hierba de los parques y ahora estamos aprovechando el tiempo en que no supimos crecer entre las margaritas y el trébol.
Recuerdo que en los años ochenta sí nos tirábamos en el césped sin ser conscientes de la verdadera libertad que esto supone.
Poco a poco, al ir creciendo, abandonamos las praderas urbanas:perdimos la belleza del agua que habita bajo la semilla, dimos por sentado que la espontaneidad del gesto era delito y el césped pasó a ser paisaje nada más. Paisaje libre de pisotones y posaderas. Paisaje en desaprovechado desuso, en el que sólo los perros rascaban sus lomos al amor del hormiguero, y la hierba recién regada por los aspersores.
Al fin hemos recuperado algo valioso. Días de estreno para que la memoria reconponga, pieza a pieza, su cunita dorada. Su estandarte.
Nuria Viuda,
Crónica de los días que pasan