lunes, 15 de diciembre de 2008

PURO BÉRTOLO(I)

Desempolvando ajadas revistas de un cajón, me he topado con un viejo ejemplar de la extinta revista Ajoblanco (nº 114 - Enero-1999) con una entrevista al editor Constantino Bértolo, responsable asimismo de la publicación de la antología Hank Over. Que cada cual saque sus conclusiones; la mía, de puro simple, roza lo ramplón: Mientras haya bértolos, habrá esperanza.

Pablo G. Bao
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Apenas existe crítica literaria. Constantino Bértolo es rara avis porque no teme al riesgo de decir lo que ve y lo que piensa. Su universo y su ambición son intervenir en el mundo literario para que éste no sucumba al marketing que inventa los nuevos libros.


UNA VOZ CRÍTICA FRENTE A 25 AÑOS DE LITERATURA ESPAÑOLA


Por José Ribas Campaña
Fotos de Ángela Bonadies


A mediados de los 60 quiso ser psiquiatra, pero los preceptivos siete años de medicina le empujaron a cambiar de facultad y estudiar Filosofía, en Madrid. Allí se encontró con jóvenes que participaban de la revuelta política convertida en laboratorio de aprendizaje, aunque sin perder de vista el interés por la literatura. Bértolo escribió poemas, dos de los cuales se publicaron en la Antología de la joven poesía española y llegaron a ser cantados por el grupo de música Aguaviva. “Al salir de la facultad, año 72, decidí participar activamente en política. Hasta aquel momento fui lo que en la jerga se llamaba compañero de viaje. Cuando las conversaciones de café me agotaron y me fui a Londres, decidí militar en el PC. Estuve trabajando con un grupo de obreros emigrantes. Nunca olvidaré el día que llegó Sabina desterrado, diciendo que era de la ETA de Jaén. Su debut cantando canciones de Paco Ibáñez coincidió con la primera conferencia que di en mi vida”. En aquella época no existían fronteras entre los intereses políticos y los culturales.
Muchos años más tarde, Bértolo sigue apostando por una literatura que sitúe, que indague en el núcleo de los conflictos, que rasgue la autocomplacencia y que muestre la pugna de intereses con verdad y sin moralina sentimental de izquierdas. “El autoengaño forma parte de nuestras habilidades”. Pero, claro, en estos tiempos en los que el mercado es el único criterio, ¡qué difícil una literatura radical!

— ¿Te consideras perteneciente a esa generación que ha mandado durante los últimos años en casi todos los campos, que ha copado poltronas existentes o inventadas y que se ha convertido en el tapón que impide el relevo generacional?

— Coincidí en la facultad con gente como Gabriel Albiac, Juan José Millás, Juan Madrid, Rafael Chirles, Agustín Díaz Yáñez, Pablo Guerrero, Ricardo Cantalapiedra, Mauricio D’Ors o Manuel Rodríguez Rivero, que con el paso de los años se crearían un lugar destacado en distintos campos culturales, pero creo que la generación que se instaló en el poder no era exactamente la nuestra, sino aquella un poco mayor y que ya en el 68 ocupaba posiciones de mayor relieve. Gentes como Eugenio, Triana, Pilar Bravo, Joaquín Estefanía o Enrique Curiel. Muchos de ellos habían militado en el FELIPE, luego pasaron al PCE y otros partidos de izquierda y, en plena transición, o recalaron el PSOE o se acomodaron profesionalmente según las diversas circunstancias. Para muchos de mi generación, la militancia en el PCE, en el PTE o la ORT supuso algo así como un máster para la clase media. Militar te obligaba a estudiar, a organizar tu discurso, a participar y analizar la dinámica de las discusiones, un adiestramiento en definitiva en las artes de la dialéctica. Hoy se caricaturiza y reniega de aquellos tiempos diciendo que la militancia era una especie de lavado de cerebro y que te cuadriculaban la cabeza. Yo creo que te ayudaban a amueblarla. Que aquellos muebles sean del gusto de unos u otros ya es otra cosa. Nuestra generación llegó a cuadros intermedios pero nunca a dirigentes. Aunque ahora todo el mundos se inventado su pasado. La falsificación de la propia biografía es uno de los asuntos más curiosos que han ocurrido. En Debate se han publicado, y quiero seguir publicando, libros que responden a las lecturas reales de mi generación durante la adolescencia. Libros como el El enamorado de la Osa Mayor, El filo de la navaja o La piedad peligrosa. Hoy, cuando preguntas: ¿Oye, tú qué leías?, todos responden que leían a Faulkner. Creo que el descubrimiento de la literatura de verdad se produjo a través de la lectura de los existencialistas: Sartre, Camus… Y luego, ya más tarde, de los sudamericanos. Pero ahora resulta que todo el mundo escuchaba jazz cuando desayunaba y al parecer al Dúo Dinámico, a los Brincos o a Karina no los oía nadie. Los más politizados de aquellas generaciones han falsificado sus señas de identidad. Creo que Vázquez Montalbán no tiene razón cuando dice que entre los sueños de aquella generación no estaba el poder. El que no estaba era el dinero, que curiosamente parece ser el único sueño que se está cumpliendo.

— En Barcelona nos educamos, a partir de 1970, con libros importados de editoriales sudamericanas que vendían con mucha discreción en la librería del Drugstore de Paseo de Gracia. ¿Llegaban estos libros a Madrid?

— Sí, lo que leíamos era básicamente de la Editorial Sudamericana, Losada o Emecé. Sin embargo, recuerdo cuando en la facultad hablábamos de un escritor de apellido Borgues. Se llamó Borgues durante mucho tiempo. Es en el 68 cuando se empieza a leer a Varga Llosa, Cortázar —Rayuela fue como una epidemia—, García Márquez… Algo más tarde a Onetti y Rulfo.

— Al volver de Londres, ¿a qué te dedicaste?

— Cuando vuelvo de Londres entro en la enseñanza y me sigo moviendo en el círculo de compañeros de la facultad. Amplío el campo de acción y milito en el PC hasta el 78. Me voy del partido tras las primeras elecciones democráticas. Y no me voy por el desencanto por los resultados del PC, sino por la reacción de la gente, que vivió el fracaso del PC como que no estaba puesto al día y con mucha envidia hacia la gente del PSOE. Se sintió como un fracaso generacional en el sentido de que había mucha gente preparada para la toma de los puestos de poder. La gente ve que ahí no hay mucho futuro y empieza el lento trasvase hacia lugares donde el poder se podrá practicar. En ese momento decido dedicarme sólo a la enseñanza y a la literatura. Es cuando me empieza a interesar la crítica literaria. Primero en periódicos de provincias, y también, curiosamente, a través de la Estafeta Literaria. Luego paso a Gaceta de los Libros, de Mariano Navarro. Escribo en la segunda época del Urogallo y acabo en el País. En mi época del periódico, participé en la creación de la Escuela de Letras, en la que estuve hasta hace dos años. Empiezo a colaborar en el mundo editorial, primero en Anaya, y luego en Debate hasta que, después de algunos años, me nombran Director Literario.

— Participaste activamente en el País literario que coordinaba Alejandro Gándara.

— Lo que definía a aquel grupo era cierta radicalidad, un nivel de exigencia en la elaboración crítica. Fue una etapa conflictiva porque los editores se quejaban. Intentábamos mantener criterios de rigor, resistir a la canalización del mercado que ya entonces se apuntaba. Queríamos permanecer atentos no sólo ante lo que publicaban los grandes grupos, sino a lo que ofrecían otras editoriales. No existía una coherencia ideológica o estética, pero sí una actitud de no complacencia con el mundo editorial que, claro está, no siempre se lograba. El hecho de que el coordinador fuese un escritor también producía distorsiones. Creo que aquel grupo fue depuesto por la presión de las editoriales de Barcelona, que no encontraban un interlocutor comprensivo. No fue extraño que la persona que sustituyó a Gándara viniese de Barcelona. En El País no tuve problema, salvo un comentario sobre las novelas de Juan Goytisolo que dio origen a una carta del Nobel Mahfuz y otros intelectuales para que me destituyeran, que no tuvo efecto. Decía que sus escritos estaban teñidos de un cierto paternalismo hacia el mundo árabe. También es verdad que estaba cansado del trabajo de reseñista. Pensé que era una vía agotada. La crítica literaria, o se convertía en crítica cultural o era una forma de publicidad de calidad. De todos modos, me sigo considerando crítico literario. Desde esa inocencia entré en el mundo editorial aportando criterios, que es lo que aporta un crítico. El editor puede hacer un trabajo más público que el crítico al determinar qué discursos entran y qué discursos no entran. Y ahí permanezco. ¿Qué posibilidades tiene un discurso literario en una sociedad dominada por el criterio de rentabilidad a corto plazo? Es lo más interesante de mi trabajo y también lo que me hace ser más pesimista. Pero es una tarea apasionante.

— En los últimos veinte años ha habido cambios importantes en las políticas editoriales, y ha cambiado también la relación de las editoriales con el escritor y con el público.

— Es no es nuevo. Desde el siglo XIX, las editoriales han sido empresas comerciales. Pero sucedía que, frente al poder del mercado, coexistían en la sociedad otros poderes que las editoriales también tenían en cuenta. Tenían peso lo que llamaríamos el campo del prestigio, el de la política y el de la resistencia. El aparato editorial, que llamábamos cultural, estaba identificado con la resistencia, y eso marcaba lo que se entendía por literatura, que no era mero entretenimiento, sino una seña de identidad, una forma de conocimiento o una forma de intervención en un mundo en el que había tensiones de todo tipo. Hace veinte años las editoriales que no tenían esta vocación de intervención, o la tenían pero de una forma conservadora, pasiva, no formaban parte del mundo cultural. La Editorial Planeta, por ejemplo, no era un referente cultural: pertenecía a la industria cultural. ¿Qué es lo que está sucediendo ahora? Pues que los contrapoderes al mercado se van diluyendo. El campo político desaparece, el campo cultural se debilita. Me refiero al campo cultural con proyecto, porque el que no lo tiene sólo es consumo. Hoy la hegemonía del mercado es casi total. Eso hace que varíen absolutamente las relaciones de los editores tanto con los escritores como con el público, y la de los propios escritores con la literatura. Un hecho importante y sintomático fue el que ocurrió en 1982, cuando Benet se presenta al Premio Planeta. Él siempre dijo que era una broma pero, aunque lo fuera, era significativa. En el Planeta, un representante de la literatura no se metía.

— Marsé lo había ganado antes, aunque que creo que fue como pago por la liquidación de la revista Por favor, que pertenecía al grupo.

— El paso decisivo fue el de Benet. Marsé siempre fue el menos exquisito de su grupo y, curiosamente, por ese lado popular se entendía su acercamiento hacia un público más amplio. En ese momento la gente empezó a perder la vergüenza a lo que le convenía económicamente. Hasta entonces todo el mundo se resistía, pero como no había, y no hay, otra legitimidad diferente que no sea la del mercado, los criterios no están en ningún sitio. Y se necesitan. A pesar de que el éxito es lo que garantiza la legitimidad, todo el mundo intuye que la literatura se construye sobre una legitimidad distinta. Incluso al que más vende le molesta no ser reconocido como escritor, quiere que alguien le dé el certificado, y no es sólo el caso de Carmen Posadas, que dice que está harta de que no la consideren escritora. Las posibilidades culturales subsisten porque la legitimidad no la da totalmente el mercado. Definir qué es la calidad es bastante complicado. Lo único que tenemos es el peso de la tradición y la experiencia sobre cómo se han construido los discursos literarios.

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